dramaturgo y guionista
Anabel: ¿No puedo pedir una segunda oportunidad? Que desee una segunda oportunidad no significa que no quisiera a Manuel. ¡Claro que le quería, qué pregunta es esa! Una se casa con el hombre al que quiere. Y yo le quería. Le quise desde el día en que le conocí. Me enamoré de él nada más verlo. Recuerdo ese día: Fue cuando llegué a este pueblo. Yo acababa de bajar del tren. Salí a la calle arrastrando mi maleta y allí había ocho o diez taxis esperando. Y elegí el suyo. Qué puntería, verdad. Sí, sí, no sonría, eso es puntería: Diez taxis y elegí el suyo. No sé si buena o mala pero fue puntería… Porque nada más subir a su taxi supe que aquel era el hombre con el que me quería casar algún día. Y nos casamos. Y nos juramos fidelidad, “en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe”, nunca olvidaré esas palabras resonando en la iglesia, nunca olvidé ese juramento sagrado. Nos vinimos a vivir a esta casa, tan apartada, en medio de la naturaleza, como a él le gustaba. Y yo le quise siempre, sí señor, todos los días de mi vida le quise… a pesar de que él empezara a olvidar, con las semanas, darme aquel beso de buenos días que tanta falta me hacía; le quise todos los días aunque, con los meses, nuestras conversaciones fueran cada vez más cortas; le quise, juro que le quise en todo momento aunque, con los años, acabáramos compartiendo sólo el rato del desayuno, cuando él volvía del turno de noche y traía consigo ese extraño olor a sudor y perfume barato. ¡Claro que le quería! ¡Siento terriblemente su pérdida! Hice lo que pude por evitarla. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Por más que lo pienso no veo manera de culparme: Era un domingo gris y me levanté tarde. Oí ruidos fuera. Salí y lo encontré en el suelo con ese lobo horrible encima. El animal le estaba mordiendo el cuello. Tomé la escopeta de caza y disparé. Y le volé la cabeza.
Y el lobo se fue.
Dios no obliga a saber disparar, señor. Dios obliga a querer. Y juro que le quise, ¡claro que sí!, le quise “en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta”… hasta… hasta aquel domingo. La próxima vez –si hay próxima vez, señor–… tendré mejor puntería… sí, señor.
Monólogo íntimo, sombrío y lleno de ambigüedad. La protagonista se mueve entre la devoción amorosa, la autojustificación moral y la amenaza velada, sosteniendo un equilibrio entre lo que dice y lo que está insinuando. Es un texto apropiado para demostrar complejidad actoral y dominio de los matices.
Tras la muerte de su marido durante un misterioso ataque de un lobo, Anabel explica lo ocurrido… pero sus palabras dejan escapar la inquietante sospecha de que quizá ella mató a su marido deliberadamente.
Realista, confesional, con un subtexto potente y oscuro. El texto combina naturalidad emocional con una ironía sutil que emerge en momentos inesperados. La tensión dramática crece desde la defensa de su amor hacia el marido hasta el matiz siniestro del final, donde la ambigüedad es clave.
Dolorido, suplicante, controlado, pero atravesado por una fina ironía y un peligro latente. El tono oscila entre la tragedia y la insinuación, manteniendo siempre un filo inquietante.
Alto: requiere manejar ambivalencia emocional, doble lectura, subtexto sugestivo, contención dramática, cambios de ritmo y un final que debe resultar ambiguo pero creíble. Necesita una actriz con control y sutileza.
Ideal para intérpretes entre 30 y 55 años, aunque puede adaptarse a intérpretes algo más jóvenes si la historia lo permite. Pide madurez emocional y cierta autoridad moral.
La ambigüedad moral detrás del amor, la fidelidad y la culpa.
Anabel necesita ser absuelta moralmente, no judicialmente. Busca convencer a la autoridad —y a sí misma— de que actuó por amor y necesidad, y no por resentimiento hacia un marido cuya fidelidad había perdido y cuyo afecto se había erosionado con los años. Su motivación final es reafirmar su propio valor, su capacidad para “acertar” en la vida y en el amor.
“Sé que sospechas de mí… y no voy a desmentirlo del todo.”
El texto dice que fue un accidente; el subtexto insinúa que quizá no lo fue, especialmente en frases como:
La ironía no está en lo que dice, sino en lo que permite que el otro —y el espectador— imagine.
El monólogo busca que el espectador sienta incomodidad fascinante: empatía inicial, seguida de duda, seguida de inquietud.
Primero parece escuchar a una viuda destrozada, luego a una mujer que se justifica demasiado, y al final… a alguien que quizá ha cometido un asesinato emocionalmente comprensible pero moralmente perturbador.
La sensación es de suspense psicológico, de “¿Qué acaba de insinuar?”.
¿Se puede adaptar al género masculino?
Sí, pero pierde parte de la carga simbólica.
Funcionaría, pero con un tono diferente:
Si se interpreta con vulnerabilidad y no con agresividad, puede resultar igualmente inquietante y efectivo, pero la actriz, en versión femenina, tiene una capa simbólica extra: la de una mujer aparentemente sumisa que oculta una resolución implacable.

