dramaturgo y guionista
Eva ha vuelto de unas vacaciones con su novio. Han hecho un viaje por Estado Unidos. Va a ver a su madre, María. María siempre soñó con darle a su hija una preciosa boda con cientos de invitados. Unos rumores llevan días inquietándola.
EVA: Sí, mami, esos rumores son ciertos: me casé. No te avisé porque ni siquiera yo sabía que me iba a casar. Ni Pedro tampoco. Simplemente, surgió. Salimos del casino, fuimos a dar una vuelta en limusina y… sí, mami, en limusina, es que ganamos en el casino. Gané yo. Pedro jugó a cartas, a dados, a la ruleta, a todo… como una hora o dos, y al final le dije: “Ey, la última ficha para mí”, la metí en la máquina tragaperras, le di a la palanca –como en las películas, zas, zas- y, joder, se encendió una luz roja, sonó una alarma, como si fuera una sirena de la policía y empezó a caer dinero -no he dicho joder, mami, he dicho jolín…-. “Ostras”. Pensé: “Ostras, me la he cargado”. Pero no. Era el premio gordo de la noche. No habíamos recogido todo el dinero que ya teníamos a tres o cuatro tíos ofreciéndonos toda clase lujos: espectáculos, suites, limusinas, cenas de lujo, de todo. Nos cogimos una limusina y nos fuimos a dar una vuelta. Champán, caviar. Y en estas que vimos una capilla, en una calle perdida, con luces de neón y eso, y dijimos “¿…Qué, vamos?” Y fuimos. Entramos. Nos casamos. Y salimos. Nos casó Elvis Presley, mami. El testigo fue una señora gorda que pasaba por la calle. La invitamos a caviar. Y luego nos fuimos a dormir. A una suite.