dramaturgo y guionista
Carlos regresa a casa después de un viaje. Parece que acaba de sorprender a su mujer con un amante. Ésta, no obstante, se enfrenta a su marido, entre triste y desafiante.
ANA: No mires en el armario de la habitación, Carlos. (Habla muy despacio, eligiendo bien las palabras) Vete. Sal a dar un paseo. Vuelve a entrar por esa puerta dentro de media hora y haz como si esto no hubiera pasado, como si no estuviera saliendo de la cama, a las seis de la tarde, desnuda, con la respiración alterada… sólo porque no has vuelto en el vuelo en que dijiste que ibas a volver.
Mientras, me vestiré, haré la cama, bajaré a la cocina y me pondré a preparar la cena, tranquilamente, como si no hubiese pasado nada: como si el martes no hubiese tenido el estúpido impulso de llamarte al trabajo para decirte cuánto te quiero y así no hubiese podido averiguar que esa ‘agotadora y estúpida’ feria de muestras era en realidad un viaje a París para dos personas…
Yo no te saldré con aquello de que hay que llevar cuidado en el metro porque está lleno de carteristas, que un día no es suficiente para ver el Louvre, que vale la pena hacer la cola para subir a la torre Eiffel, que lo mejor de París es navegar de noche por el Sena. Tú… Tú, Carlos… No mires en el armario de la habitación. Eso es… abre la puerta y sal. ¿Qué querrás para cenar?
(Puede plantearse también con la premisa de que en el armario no hay nadie)