dramaturgo y guionista
Ésta es mi primera -y única- incursión en la traducción de una obra no relacionada con el teatro. Agradezco a La Pequeña Librería Editorial la confianza depositada en mí.
«MIENTRAS NO ESCRIBO» es una nueva biografía literaria sobre los primeros años de carrera de Stephen King. Mediante un enfoque hasta ahora inédito, este polémico trabajo de investigación desvela las circunstancias y motivaciones que hipotéticamente empujaron a King a escribir «Carrie» y «El Resplandor». Esta biografía literaria es obra del controvertido periodista canadiense Buck Richman. Por gentileza de la editorial Watergate Books puedo ofrecer aquí, online, un avance de sus primeros capítulos, traducidos al español.
Marc Egea, dramaturgo
Capítulos en primicia:
por BUCK RICHMAN
(Traducción: Marc Egea)
Una consideración sobre el título. En inglés, el título de este libro es: «ON WATCHING»; y su subtítulo: «NEW LIGHT ON STEPHEN KING’S EARLIER MASTERPIECES». Este título –On watching– es una derivación del título del libro autobiográfico de Stephen King, «On Writing», cuyo subtítulo era: «A Memoir of the Craft». El autor de la presente biografía, Buck Richman, ha sustituido el verbo escribir (to write) por observar (to watch), con una clara intencionalidad que el lector comprenderá cuando lea el libro. Por su parte, la versión española del «On writing» de Stephen King se publicó con el título «Mientras escribo», que no es una traducción literal de «On writing». Puesto que la mayoría de lectores hispanohablantes conocerán el libro autobiográfico de King por su título español, he optado por hacer una derivación de la traducción española del título, y no una traducción literal del título elegido por Buck Richman. De ahí que este libro en español se titule: «Mientras no escribo». El lector comprenderá la intencionalidad de esta elección cuando haya leído el libro. Por último, comentar que he incluído los títulos «Carrie» y «El Resplandor» en el subtítulo del libro porque Buck Richman se refiere a ellos -y solamente a ellos- cuando habla de ‘obras maestras’ de juventud de Stephen King (Stephen King’s earlier masterpieces).
Marc Egea
La mayor parte de los materiales de este libro proceden de mis propias observaciones. Para hacerlas posibles me trasladé a Maine y viví en aquel hospitalario Estado de la costa Este durante más de dos años, como un lugareño cualquiera. En ese tiempo entrevisté a cientos de personas. A gente mayor básicamente. Porque son los viejos del lugar quienes vivieron los años objeto de mi estudio, los que conocieron de manera directa los hechos que quería investigar, porque, en algunos casos, fueron incluso parte de la historia que pretendía desenterrar. Muchas entrevistas fueron informales. Tan informales que más solían parecer charlas entre amigos que el trabajo de un periodista de investigación. A todos ellos, mis nuevos amigos de Maine, por vuestra desinteresada colaboración, gracias.
La base documental la obtuve de archivos oficiales. Es de justicia que agradezca su generosa disposición a Logan Perry, Jefe de la Policía de Maine, que me abrió los archivos de la Jefatura Policial del Estado de Maine; a James Finney, presidente de la Universidad Estatal de Maine, por permitirme el libre acceso a la ingente base documental administrativamente adscrita a tan prestigiosa institución; a Patrick McCain, presidente de la cámara de comercio del Estado de Maine, por proporcionarme diligentemente cuantos datos le solicité, y fueron muchos; y a Edgar Laymon, subdirector del Porland Press Herald por regalarme literalmente su tiempo y memoria guiándome por las inabarcables hemerotecas del Porland Press Herald y del Maine Sunday Telegram.
Deseo, por último, mostrar mi agradecimiento más especial a algunos profesionales sin cuya ayuda habría sido imposible la elaboración de este libro: a August E. Douglas, abogado, por su asesoramiento en asuntos legales; a Christie Kiernan, doctora en Psiquiatría, por compartir conmigo sus conocimientos en el ámbito de la mente humana; y al señor Peter Sturgeon, editor de Watergate Books por animarme a emprender este proyecto, a priori descabellado, y ofrecerme toda la ayuda humana, material y económica que han hecho posible convertirlo en realidad.
Buck Richman
Era mediodía del tercer sábado de septiembre de 1963. Los muchachos de undécimo grado del Instituto Lisbon Falls de Maine habían celebrado un entrenamiento matutino de baloncesto, que terminó con un partidillo informal entre ellos. Los chicos se estaban vistiendo en el vestuario tras una reparadora ducha y comentaban los planes para la tarde, entre risas y bromas. Probablemente irían a ver una película de miedo al cine de reestreno del pueblo y acabarían la noche en casa de alguno de ellos para hablar de la película acaloradamente. Es lo que hacían todos los sábados. Aquellos no eran los muchachos más populares del instituto. Años atrás, el equipo de baloncesto era el más popular de los equipos de Lisbon Falls. Pero había perdido ese honor en favor del equipo de fútbol americano. La culpa la tuvo un joven llamado Brad Tailor. “Braddie”, como se le conocía popularmente, era un estudiante promedio, con un don prodigioso para el baloncesto. Su entrenador decía que era tan extraordinario jugando que sin duda llegaría a triunfar en las ligas universitarias. Un día, en una inspección rutinaria, encontraron un kilo de marihuana en la taquilla de “Braddie”, escondida tras los libros de educación cívica. Y la joven promesa fue apartada del equipo sine díe. Aquella semana, el Lisbon Falls debía disputar la clasificación para la final del campeonato escolar. Las súplicas del entrenador no ablandaron al director del instituto, que se negó rotundamente a conmutar el castigo. El equipo jugó contra el Stanton y perdió por 104 a 48. Un desastre. Pero lo peor no fue el resultado. En el cuarto tiempo del partido, “Braddie” Tailor, evidentemente despechado, organizó un tumulto en la grada que terminó con cuatro personas hospitalizadas. Entre ellas, el director del instituto, quien fue golpeado en la cabeza con un botiquín. No se supo quién lo hizo. Se sospecha que fue “Braddie” Tailor, pero no pudo demostrarse. Lo que sí se supo es que Tailor cayó en descrédito, y también el equipo de baloncesto, y los muchachos más populares del instituto se fueron decantando desde entonces por deportes menos estigmatizados, como el fútbol americano o el béisbol.
El baloncesto, en 1963, era un deporte “relajado”, por usar la expresión que empleaban los propios miembros del equipo. “Es el deporte menos cansado”, solía confesar en privado Josh Walters, el capitán del equipo, un muchacho orondo de sonrisa permanente, que sentía más deseo por los donuts de la pastelería que por el aro del equipo rival. Las películas de miedo, las novelas, los comics, el programa televisivo The Twilight Zone y los refrescos completaban las aficiones de los chicos del equipo de baloncesto, unos muchachos muy poco llamados a derramar sudor en la cancha. Entre las aficiones de esos adolescentes no se encontraban las chicas.
Antes de ver una película de miedo, Walters y los suyos solían especular acerca del número de muertes que verían en pantalla y, particularmente, sobre la forma en que se producirían esas muertes. Y jugaban a escenificarlas. Estaban todavía en el vestuario cuando Josh Walters sugirió de repente una muerte por aplastamiento y se lanzó sobre Frankie Raguso, el escuálido base del equipo, que no pudo esquivar los casi cien kilos de ingenio de Walters. El resto de muchachos reían y terminaban de vestirse. Uno de los chicos, sin embargo, continuaba en la ducha. Era el más alto de todos, el pívot del equipo. “Con visión telescópica de serie”, solía decir Walters, porque el muchacho llevaba siempre gafas de pasta, incluso para jugar al baloncesto. Las llevaba también bajo el agua, en aquel momento. El muchacho estaba tan absorto en sus pensamientos que había olvidado quitárselas antes de acceder al habitáculo de las duchas. Estaba allí solo, parado, con la cabeza inclinada, dejando que el agua se precipitara sobre su cuerpo y cayera al suelo. Gotas de sangre formaban círculos del tamaño de una moneda, que luego se diluían en la corriente hasta perderse por el desagüe. Sangraba abundantemente. Y también derramaba lágrimas. “¡Eh, Stevie!”, gritó uno de sus compañeros desde el vestuario. “¿Estás bien?” “Sí”, respondió el joven desde las duchas, tratando de diluir su llanto por debajo de las gafas empañadas. “¿Quieres que te acompañemos a la enfermería?”, preguntó otro desde la distancia, sin que ninguno hiciera amago de entrar a buscarlo. El chico había recibido un balonazo en el entrenamiento, y su nariz había cedido. Quizá se había quebrado. “¡No! ¡Estoy bien!”, gritó Stevie desde su soledad. “¡Ya dejó de sangrar, marchad sin mí, luego nos vemos!” Los compañeros no insistieron. Se fueron entre bromas y el vestuario quedó en silencio, dando paso a los ecos y el ruido subterráneo del chapoteo del agua sobre las baldosas. El muchacho de la ducha empezó a llorar abiertamente. Se llamaba: Stephen King.
Stephen Edwin King -éste era su nombre completo- había nacido dieciséis años antes, el 21 de septiembre de 1947, en la ciudad de Portland. Hijo de Donald y Nellie Ruth King, tuvo una llegada al mundo sorprendente. Los médicos habían asegurado a sus padres que no podrían tener hijos, motivo por el cual la joven pareja adoptó dos años antes a otro pequeño, al que llamaron David. Pero los médicos erraron el diagnóstico. En la primavera de 1947, Ruth descubrió que estaba encinta. Y unos meses después dio luz a Stephen en el Hospital General de Maine. El niño nació completamente sano. La felicidad, no obstante, duró poco para Ruth. Apenas dos años después del nacimiento de Stephen, su marido abandonó la casa sin dar explicaciones, dejando a la joven madre en una situación económica preocupante. Cualquier joven de su edad se habría hundido en semejantes circunstancias, pero Ruth era una luchadora, y concentró toda su voluntad en sacar adelante a sus pequeños. Se trasladó a su antiguo pueblo natal, Lisbon Falls, y trató de empezar allí una nueva vida. Para ello, tuvo que aceptar toda clase de empleos con tal de llevar dinero a casa. En ocasiones llegó a acumular hasta tres trabajos simultáneamente. Al principio, contrataba a niñeras para que cuidaran de sus dos hijos mientras ella trabajaba, pero las niñeras solían renunciar al empleo con una rapidez inusitada. Lo más probable es que Ruth les diera a cambio tan poco dinero que las chicas no tardaran en encontrar algo mejor. Pero cabe la posibilidad de que alguna de ellas se sintiera superada por la naturaleza demasiado inquieta de los dos pequeños. En una ocasión, David trepó por el tejado inclinado de un tercer piso mientras Stephen lo animaba desde la ventana del cuarto de baño, apoyándose descalzo en una estufa encendida. Otra vez, en ocasión del cumpleaños de Stephen, David se escapó por una ventana y volvió a casa con un conejo de una granja cercana. Le regaló el conejo a su hermano. “Felicidades”, le dijo. Stephen montó al animal en su coche de juguete y lo lanzó emocionado calle bajo mientras gritaba: “‘¡Conduce, Bugs Bunny, conduce!”. El cochecito acabó bajo las ruedas de un camión. No es sorprendente que, al final, los niños terminaran quedándose solos en casa. Fue entonces cuando empezaron a aficionarse a la lectura. Pero no a los cuentos infantiles de siempre. A los hermanos King les gustaban los libros de misterio y los cómics de terror, en especial las publicaciones de EC Comics. Tenían una curiosa predilección por las escenas macabras que, contra todo pronóstico, captaban su atención de una manera hipnótica. Un día, Stephen, que sólo tendría cinco o seis años, preguntó a su madre si alguna vez había visto morir a alguien. Ruth contestó con naturalidad: Sí. Y le explicó con detalle cómo un día vio a un tipo arrojarse desde el último piso del Hotel Graymre de Portland y reventar contra el asfalto.
En ese contexto tan intelectualmente desinhibido, poco a poco, Stephen fue aficionándose a escribir. Al principio copiaba sus cuentos favoritos en un cuaderno y les cambiaba algunas palabras. Más tarde fue añadiéndoles frases enteras, incluso párrafos. Hasta que un día su madre le devolvió la libreta y le dijo: “Muy bien, Stevie. Ahora escribe tú uno”. Stephen tomó el encargo con abrumadora responsabilidad. Se concentró en la tarea y escribió un cuento de cuatro páginas sobre un gran conejo blanco que iba por el mundo conduciendo un automóvil. Se lo entregó a su madre y ésta se sentó en el salón a leerlo, bajo la luz de la lámpara. Cuando terminó, le preguntó seriamente a su hijo: “¿Éste no es copiado?” Stephen negó con la cabeza. “Pues creo”, añadió Ruth, “que debería ser publicado”. Aquella frase marcó el futuro del pequeño Stephen King.
Stevie pasó algunas temporadas enfermo, y eso le permitió disponer de más tiempo para su nueva y voluntariosa tarea de escribir. Las enfermedades que lo eximían de ir al colegio, si bien no fueron graves, sí le hicieron conocer el miedo en primera persona, sobre todo cuando debía visitar a un otólogo rupestre que solía introducirle una larguísima jeringuilla en el oído para extraerle pus del tímpano. Muchos años después, Stephen confesó que nunca en su vida había sentido un dolor tan intenso como en aquellas visitas al otólogo, ni siquiera cuando le atropelló una camioneta en verano de 1999. El pequeño novelista guardaría ese miedo en su memoria para utilizarlo un día en las historias que estaban por escribir. Mientras tanto, escribía cuentos. Hasta el momento, sus únicos lectores habían sido su madre y su hermano, y también sus cuatro tías por parte materna, a quienes Ruth enviaba puntualmente los cuentos de su hijo. Era un público selecto, sin duda, pero el joven escritor empezaba a desear una audiencia un poco más amplia. Por otro lado, sentía que su universo ficticio era limitado. Hasta la fecha, sólo había escrito historias sobre el conejo blanco viajero que conducía su propio automóvil. Así que trató de solucionar ambas cosas con una sola jugada ganadora. Para ello fijó su mirada en Forrest J. Ackerman.
Forrest James Ackerman fue el Guttenberg de la Ciencia Ficción. Nacido en 1916, “Forry” -como le gustaba ser conocido- empezó a leer ciencia ficción a los diez años, y a los once ya escribía sus propios cuentos. Pasó su adolescencia escribiendo historias sobre ataques alienígenas y monstruos de inframundos. Y también sus años de universidad. Lo normal es que a un escritor en ciernes le llegue el día en que guarda los monstruos en un cajón y empieza a escribir cosas serias. Pero a “Forry” no le llegó ese día y permaneció toda su vida fiel a la Ciencia Ficción. Fue una suerte para el género. Y a pesar de que sus relatos tuvieron gran éxito, su contribución más importante a la floreciente industria de los rayos láser y platillos volantes la hizo en el terreno de la edición. A finales de los años cincuenta, “Forry” lanzó la revista Famous Monsters of Filmland. Y posteriormente, Spacemen. Dos auténticos hitos del fandom de las naves espaciales. Ambas revistas estaban entre las favoritas de Stephen King, así que, contagiado por el heroísmo galáctico que brillaba en aquellas publicaciones, Stevie escribió un cuento nuevo -que, por primera vez, no trataba sobre el conejo blanco viajero- y lo envió a la editorial de Ackerman. Fue su primer rechazo.
Superado el disgusto inicial, Stephen hizo autocrítica. Realmente, las naves espaciales de su relato eran convencionales, el protagonista insulso y los malos apenas daban miedo. En otras palabras, se parecía demasiado a cualquier relato publicado por una de las muchas revistas baratas que trataban de imitar sin éxito a las de “Forry” Ackerman. Era normal, pues, que se lo hubieran rechazado. Y comprendió que para seducir a un editor de prestigio debía escribir algo nuevo, original, lo nunca visto. Así que hurgó en su imaginación en busca de historias que no se hubiesen contado antes.
Pero no encontró nada. Para su desgracia, descubrió que su mente era una especie de erial. Peor que eso: su mente era como un terreno baldío que hacía pendiente, con un depósito de chatarra al fondo y una vía de tren cortándolo en dos. Así la visualizó Stephen. ¿Qué buena historia podía surgir de un sitio como ése? Ninguna. Y le invadió el desánimo. En aquella época, Stevie conoció a Josh Walters y a Frankie Raguso. Dos chavales de Lisbon Falls a quienes sus padres permitían ir solos al cine del pueblo a ver películas de miedo. Stephen no tardó en unirse a ellos. Y poco a poco fue olvidando su deseo de contar historias. De la mano de sus dos nuevos amigos, pasó de ser contador de ficciones a consumidor compulsivo. Josh Walters era un rollizo judío que siempre estaba de buen humor. Frankie Raguso, un italoamericano invariablemente enfadado. Aquellos dos muchachos formaban una pareja peculiar. Les llamaban el Gordo y el Flaco de Lisbon Falls, cosa que molestaba solamente a Raguso (el flaco). Aquellos particulares ‘Laurel y Hardy’ le introdujeron en su propio grupo de amigos, aficionados también a las películas de miedo, y Stephen comprobó que había vida inteligente más allá de los confines de su familia. Raguso, Walters y sus amigos eran también grandes aficionados a la lectura, aunque no tanto como Stephen, que podía leer cinco veces seguidas un libro si daba con uno que le gustaba. Pero sí podían repetir películas. Y hablar mucho de ellas. Los sábados por la tarde solía reunirse un buen grupo de chavales en casa de Walters donde, entre gritos, se comentaba hasta el menor detalle de los films de serie B que proyectaba el cine del pueblo. Jugaban, reían, comían y bebían soda hasta altas horas de la madrugada. De ese modo, Stephen pasó meses sin sentir la llamada de la escritura hasta que un día su madre le dijo… que necesitaba sellos.
Ruth debía cumplimentar cinco álbumes de sellos promocionales si quería que le regalaran una lámpara. Ya llevaba cuatro álbumes y medio completados. Pero se acababa el plazo y le faltaban sellos, unas estúpidas estampitas verdes que regalaban con las compras del supermercado, y a Ruth el dinero no le daba para comprar tanto como hubiese deseado. “En fin, qué le vamos a hacer”, suspiró, “tendrá que ser otro año”. Bizqueó graciosamente y le sacó la lengua a su hijo para desdramatizar. Stephen vio que su madre tenía la lengua verde de tanto pegar sellos y una idea golpeó en su cabeza. ¿Qué tal si los fabricaban ellos mismos en el sótano de casa? Su madre no estuvo de acuerdo. Eso era falsificar. Y falsificar era un delito. Así que no lo iban a hacer. Pero Stephen se quedó con la idea y empezó a fabular en silencio. Luego corrió al papel y escribió lo que estaba pensando. Así nació el relato Happy Stamps. Stephen volvía a escribir.
En aquellos tiempos, Stephen era lo bastante mayor como para empezar a colaborar económicamente en casa. Algunos de sus amigos tenían pequeños empleos que les permitían pagarse al menos sus gastos personales: uno cortaba el césped de los vecinos, otro ejercía de mozo en el colmado del pueblo, Frankie Raguso ayudaba a su padre en no se sabe qué clase de negocios… Stephen, por su parte, encontró un trabajo de media jornada cavando tumbas en el cementerio municipal. Era un trabajo aburrido, cansado, monótono, y le dejó espacio para que sus pensamientos fluyeran nuevamente. Empezó a fabular que trabajaba para un científico chalado que le obligaba a desenterrar cuerpos para robar sus órganos. Le resultó gracioso. Hacía, al menos, que el trabajo fuera más llevadero. La fábula, no obstante, se hizo tan grande en su cabeza que le pidió salir al exterior. Así que corrió a su libreta y la volcó en el papel. Le puso por título: Yo fui un ladrón de tumbas adolescente.
Stephen llevó los dos relatos a su madre -el del ladrón de tumbas y Happy Stamps- y le pidió que los valorara. Ruth se sentó en el salón a leerlos, bajo la luz de la lámpara. Cuando terminó los dos relatos, miró a su hijo y le dijo muy seriamente: “Son los mejores que has escrito”. Stephen sonrió, feliz. “Tu imaginación es tu mayor don, hijo”, subrayó Ruth. Luego le devolvió la libreta y le besó, orgullosa: “Sigue así, éste es el camino”.
Ése era el camino, sí, pero había un problema. Esos relatos no habían surgido de su imaginación: tenían su origen en hechos reales que había conocido en primera persona. Siempre que se había sentado ante una hoja en blanco para escribir un cuento desde cero, le había resultado imposible. “¿Es que sólo voy a poder escribir a partir de vivencias propias?”, se lamentó. Los escritores auténticos creaban desde la nada. ¿O acaso Lovecraft pasó un verano en la ciudad sumergida de R’lyeh antes de escribir La llamada de Cthulhu?
¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Lo único seguro es que debía seguir escribiendo, porque escribir era como tocar el piano: había que ejercitar si se quería progresar. Pero para que Stevie pudiera ejercitarse en su particular instrumento de palabras necesitaba que alguien le pusiera una partitura delante. Entonces su hermano mayor, que era muy listo, salió al rescate. David tenía un cociente intelectual superior a la media y se aburría en el instituto, así que un día se presentó en el cuarto de Stephen con una genial ocurrencia: iban a lanzar una revista. La tituló Dave’s Rag, “el periodicucho de Dave”, y nombró a Stephen redactor jefe de la publicación. Instalaron la redacción en el sótano de casa y encomendó a Stephen la tarea de escribir noticias sobre acontecimientos locales. De esta manera tan peculiar, Stevie se convirtió en un periodista informal adolescente. Aquello no era escribir relatos, pero al menos era escribir. Las noticias del Dave’s Rag fueron todo lo que escribió en los meses siguientes. Y es que en aquellos tiempos Stephen iba a estar demasiado ocupado haciéndose mayor.
Normalmente los niños se hacen mayores de forma natural: entran en la adolescencia, transitan por ella y, a los pocos años, sin saber cómo, la dejan atrás convertidos en jóvenes adultos. En el caso de Stephen King, hacerse mayor fue una decisión deliberada. La idea la tuvo Frankie Raguso. Hacía tiempo que él y los demás muchachos del grupo sentían interés por las chicas. Pero las chicas no les correspondían. Ni siquiera los miraban. “El problema es que no somos lo bastante mayores para ellas”, sentenció un día Raguso. “Tenemos que hacernos mayores”. Y decidieron que se harían mayores… aquel mismo día -¡para qué perder más tiempo!-. Cambiaron su indumentaria, cambiaron su forma de hablar y cambiaron los refrescos por cerveza cuando iban al bar. También suprimieron los cumpleaños. Y se volvió habitual que emplearan palabrotas y escupieran al suelo con una frecuencia casi rítmica. “¿Los cumpleaños?”, preguntó Alfred Stockton, un chaval rubio recién llegado de Alabama que se acababa de incorporar al grupo. “¿Qué pasa con los cumpleaños?” “Los cumpleaños son cosa de niños”, respondió Raguso, tajante. Y no volvieron a celebrar cumpleaños.
Frankie, Josh, Alfred, Stevie y el resto de muchachos se convirtieron de la noche a la mañana en una copia no motorizada de los moteros rebeldes de la película Salvaje (The wild one), de Marlon Brando. Andaban siempre en grupo, fumaban, y eran capaces de recitar de memoria todas las marcas de whiskey del mercado. Y, aun así, seguían sin despertar el interés de las chicas. “Es porque no tenemos motos”, sugirió un día Stockton. Nadie supo qué decir. Los muchachos más populares del instituto tampoco tenían moto y atraían a las chicas como imanes magnéticos. ¿Quizá les ignoraban porque ninguno de ellos se parecía a Marlon Brando?
A los pocos meses, tuvieron que admitir que ser tipos duros era una actividad cansada y, además, muy cara. El tabaco y la cerveza costaban el triple que los dulces y la soda, y eso de caminar siempre erguidos acababa por causar dolor de espalda. Así que, sin ni siquiera hablarlo, fueron recuperando poco a poco sus viejas indumentarias, los refrescos de toda la vida y la natural manera de andar y conversar que habían empleado desde siempre. Lo único que no recuperaron fueron los cumpleaños. Raguso tenía complejo de pequeño y no transigió con eso.
Y es que, ciertamente, ninguno de ellos se parecía al Marlon Brando de Salvaje, pero había uno que empezaba a recordar peligrosamente al Marlon Brando de años posteriores. Era Josh Walters. Su creciente soprepeso había alertado incluso a la directora de estudios, quien un día lo llamó a su despacho, preocupada. “La hora semanal de gimnasia parece no surtir efecto en usted, señor Walters”, le espetó mientras miraba con rubor los prominentes michelines del muchacho. “Le comunico que, por el bien de su salud, deberá usted incrementar las horas de educación física”. Y le obligó, a partir de aquel momento, a hace deporte en horario extraescolar. Walters trató de protestar, pero la directora se mostró firme. Lo hacía por su salud. Y también por la buena imagen del centro, aunque esto último no lo confesó en aquel momento. “Le ayudará también a socializar con otro tipo de alumnos”, añadió la directora. Eso fue un castigo cruel, pero al menos se permitió que Josh eligiera el deporte: atletismo, fútbol, béisbol… Josh Walters se decantó por el menos cansado de todos: el baloncesto.
En aquellos tiempos, Walters tenía gran ascendencia sobre sus amigos, debido probablemente al insobornable optimismo que desprendían sus discursos. Así que reunió a los chicos en el recreo y les expuso durante media hora, para sorpresa de todos, las bondades del baloncesto. Luego les pidió que visualizaran en su mente un equipo competitivo liderado por ellos y habló sobre el orgullo de tomar parte en un proyecto ganador, no desde la arrogancia motera que acababan de dejar atrás sino desde la humildad serena y franca que había empezado a inculcar el nuevo Presidente de los Estados Unidos. “No os preguntéis qué podrá hacer vuestro equipo de baloncesto por vosotros”, proclamó, “Preguntaos qué podréis hacer vosotros por vuestro equipo de baloncesto”. Walters era tan carismático para los chicos como Kennedy para la nación, así que los muchachos unieron sus manos en corro y gritaron entusiasmados: “¡Sí!”. Esa decisión cambió para siempre al equipo de baloncesto. Desde el incidente “Braddie” Tailor, el deporte de la canasta había ido perdiendo jugadores gradualmente. La semana en que ingresó aquel peculiar grupo de jóvenes, huyeron los pocos deportistas que quedaban y el pabellón de baloncesto se convirtió en una prolongación del salón de casa de Walters, repleto de refrescos, bolsas de aperitivos y comics por todas partes. Stephen remató el desprestigió del Lisbon Falls Basketball Team cuando publicó la crónica del su primer partido en el “periodicucho de Dave”. La tituló: Eclipse total en el pabellón Lisbon Falls. Significativamente, el baloncesto dejó de figurar en los anuarios del Lisbon Fall High School hasta muchos años después de que se marcharan aquellos chavales.
Lo curioso de las bifurcaciones que te presenta la vida es que, a veces, el mejor camino es el menos apropiado. Aquello del baloncesto era, sin duda, una mala idea: los muchachos perdían un partido tras otro, y también perdían trato con el resto de alumnos del instituto, porque ya casi no se veían con ellos después de clase. Por perder, perdieron incluso la lucha contra la báscula, particularmente Josh Walters, que ahora tenía una excusa para comer y beber más todavía. Sin embargo, lo que fue un desastre para la sociabilidad y la forma física de los chicos, resultó, en cambio, beneficioso para sus personalidades. De alguna manera, aquella nueva actividad los desacomplejó. Los roles en la cancha eran los mismos que llevaban años desempeñando fuera de ella -Frankie era el base que llevaba la batuta, Josh el escolta que lideraba realmente, Alfred Stockton el alero que se desvivía por sus compañeros y Stevie King el intimidante pívot bonachón que todos querían tener de su lado- y aquello no hizo sino reforzarlos. El hecho de ejercer esos roles en el contexto de un equipo, con una misión común, concreta, les llevó a sentir que formaban parte de algo, que estaban allí para algo, que el Destino había reservado algo para ellos.
Stephen lo sintió con particular intensidad dos meses después de empezar el siguiente curso, aunque de un modo un poco diferente. Y es que, en noviembre de 1961, llegó una alumna nueva al Lisbon Falls High School. Ingresar en un instituto americano dos meses después de que hubieran empezado las clases no era la mejor manera de pasar desapercibido. En realidad, era algo así como encender una bombilla en una habitación oscura. La bombilla que brilló de repente en aquel instituto al oeste de Maine se llamaba: Candy Brown.
Nadie supo en ese momento de dónde procedía Candy Brown. Ni por qué había ingresado en el instituto con dos meses de retraso. La muchacha no era del pueblo. Se dijo que vivía en alguna localidad vecina, con su madre, pero nunca se supo en cuál. Alguien dijo un día que Candy Brown acudía al instituto andando. A diario. Si tenemos en cuenta que el pueblo más cercano estaba a seis millas, aquella nueva alumna debía de recorrer más distancia todos los días que cualquier miembro del equipo de baloncesto en una temporada entera. Y lo hacía sin quejarse. Candy apenas exteriorizaba nada que no fuera serenidad. Llevaba siempre consigo una novela. Cuando no la leía, la pegaba a su pecho, como si fuera un bebé, y miraba a su alrededor con una amable calidez carente de curiosidad. Pero eso ocurría pocas veces porque la mayoría del tiempo estaba leyendo. Alguien dijo que la había visto leyendo incluso en el camino de vuelta a su casa, mientras transitaba impertérrita por el borde de una carretera llena de tráfico pesado.
La colocaron dos filas por delante del pupitre de Stephen, junto a Susan Schneider, una rubia con antepasados alemanes cuyo único mérito intelectual era saber hablar alemán. Candy no era rubia, pero lo aparentaba. Sus cabellos castaños eran de tonos claros, parecidos a los de la miel, y tenían la graciosa cualidad de variar de tono según les daba el sol. Los primeros días, Stephen no podía dejar de mirarlos. Veía surgir de esos cabellos una especie de brillos fantásticos cada vez que la recién llegada movía la cabeza. Y eso le maravillaba. De naturaleza tímido, Stephen tardó tres semanas en intercambiar una mirada con aquella chica enigmática, y dos meses y medio en entablar por fin una conversación. Le dijo: “Se te ha caído el sacapuntas”. Candy se volvió y respondió: “No es mío”. El cabello de Candy emitió un destello y Stephen no supo qué más decir. “Pero… gracias de todos modos”, añadió dulcemente la muchacha antes de regresar a sus apuntes. Stephen se quedó con el sacapuntas en la mano y una sonrisa bobalicona en la cara. Candy Brown era hermosa.
Un día, Candy recibió un balonazo cuando pasaba junto a la pista de baloncesto con su novela pegada al pecho. “¡Perdona, Candy!”, se disculparon un par de chicos y corrieron a recuperar la pelota. Stephen se apresuró a recoger el libro del suelo. “Emma, de Jane Austen”, leyó Stephen de la portada mientras se lo devolvía. “Sí”, sonrió Candy. “¿Te está gustando?”, preguntó Stephen, curioso. Por aquel tiempo, Stephen y los chicos ya intercambiaban más de tres frases con Candy. “La he leído cuatro veces”, respondió ella. “¿Cuatro? ¿Por qué?” “Porque me gusta”. “Porque te gusta”, repitió Stephen para sí. “Porque estoy enamorada de esta novela”, añadió Candy. Acarició agradecida el brazo de Stephen y después se fue. Stephen se enamoró de repente de aquella muchacha. Y sintió una especie de calambre en el brazo.
Aquel pívot bonachón encontró en los libros una excusa para acercarse a la solitaria y misteriosa Candy Brown. No compartían gustos literarios, pero sí una inclinación voraz por la lectura. Los autores preferidos de ella eran todo mujeres: Virgina Woolf, las hermanas Bronte, Luisa May Alcott y -su favorita indiscutible- Jane Austen. Candy llevaba tiempo suspirando por una rara edición de relatos de juventud de Austen, que no había logrado encontrar. Stephen fue a la biblioteca del pueblo y sobornó a la bibliotecaria para que se la consiguiera. Cuando llegó el ejemplar, tres semanas después, corrió a llevárselo a Candy y ésta se lo agradeció con un abrazo. Stephen sintió un espasmo en la espalda y los hombros.
Candy era una muchacha religiosa. Todas las chicas de Lisbon Falls lo eran por tradición, pero Candy lo era de verdad. Hablaba del Señor con natural familiaridad, vestía larguísimas faldas y lucía con orgullo un crucifijo incluso cuando se apoyaba un libro sobre el pecho. Las otras chicas, en cambio, trataban de ocultar siempre el menor símbolo religioso que les obligaran a llevar sus padres y se acortaban las faldas en cuanto salían de casa. Sin duda, Candy era diferente. Y eso le gustaba a Stephen. Él también era diferente. Todos los muchachos de su grupo lo eran, pero él lo era de verdad. Siempre lo había sido. Él aún era aquel niño especial con un talento incontrolable para escribir relatos fantásticos mientras los demás sólo eran capaces de leerlos. Relatos… “Mis relatos”, recordó un día. Corrió a su habitación, abrió un cajón que llevaba años cerrado con llave y sacó su cuaderno de cuentos. Seguía allí. Había pasado mucho tiempo desde que abrió su cuaderno por última vez. Lo miró con nostalgia. ¿Por qué dejé de escribir?, se preguntó. ¿Acaso no había estado orgulloso de sus cuentos? ¿Acaso no lo estaba aún? Entonces, ¿por qué los mantenía ocultos en un cajón sin que nadie pudiera admirarlos? Metió el cuaderno en la mochila de clase y lanzó la llave a un rincón de su habitación. Cuando le mostró el cuaderno a Candy al día siguiente, ambicionaba recibir a cambio un moderado gesto de aprobación, de educado reconocimiento. Candy, sin embargo, tomó el cuaderno y lo leyó entero del tirón. “Tienes mucho talento”, le dijo cuando hubo terminado. “¿Por qué no has seguido escribiendo?” “Porque…”, balbuceó Stevie soprepasado, “Porque… se me acabó el cuaderno”.
Aquel día Stephen sintió que se había establecido un vínculo verdadero entre él y Candy. Continuó llevando a su nueva amiga los libros que ella no tenía, novelas rosa en su mayoría que, si bien seguían sin interesar literariamente a Stephen, se convirtieron en un botín valioso por el simple hecho de arrancar una sonrisa a la dulce muchacha de cabellos rubios que estaba llenando de luz sus días de instituto.
El 21 de setiembre del curso siguiente transcurrió con total normalidad. Stephen fue al instituto como todos los días y, al término de las clases, entrenó a baloncesto con sus compañeros, como siempre. Luego regresó a casa. Debían de ser las nueve de la noche cuando alguien llamó a la puerta. Stephen miró por la ventana y no vio a nadie. Era noche cerrada ya. Abrió la puerta y allí estaba Candy, con un regalo en la mano. “Feliz cumpleaños, Stevie”, le dijo. Y le besó en la mejilla. ¡Se había acordado! ¡Candy había recordado su cumpleaños a pesar de los esfuerzos de Raguso por borrar los aniversarios de las mentes de todos! El regalo era un cuaderno de piel, con cientos de páginas en blanco. Stevie notó que una descarga eléctrica le atravesaba el cuerpo. Aquel 21 de septiembre decidió que Candy iba a ser la mujer de su vida. “No la dejaré perder”, pensó mientras la veía marcharse por el camino.
Un año después exactamente, el 21 de septiembre del curso siguiente, Stephen vivió sensaciones muy distintas. Era sábado. Los sábados por la mañana solía tener entreno de baloncesto en el instituto. Fieles a la norma de no celebrar los cumpleaños, los amigos volvieron a no felicitar a Stephen en ningún momento de la mañana. A las doce del mediodía, habían terminado el partidillo típico de los sábados y estaban todos en el vestuario, comentando entre risas y bromas los planes para la tarde, tras una ducha reparadora. Todos menos Stephen, que había recibido un balonazo en la cara y se resistía a salir de la ducha. Llevaba rato allí dentro, solo, con la cabeza inclinada, viendo cómo gotas de sangre formaban círculos del tamaño de una moneda y se diluían en la corriente hasta perderse por el desagüe. La nariz no le dolía realmente. Le dolía el corazón. Se lo habían roto. Candy se había marchado de Lisbon Falls para no volver jamás.
El 21 de septiembre de 1963, mientras Stephen King lloraba la marcha de Candy en la soledad de las duchas del instituto, Candy Brown estaba en su casa, tumbada en la cama, esperando una llamada telefónica. Llevaba cuatro meses esperando una llamada telefónica. En todo ese tiempo, mató el rato como pudo: leyendo en su habitación, haciendo las tareas domésticas, rezando o manteniendo breves conversaciones con su madre en las comidas. Había salido muy poco de casa. Lo justo para hacer la compra y regresar rápidamente. No le apetecía dejarse ver. El pueblo donde vivía, Bowdoin, era incluso más pequeño que Lisbon Falls y, como suele ocurrir en los pueblos pequeños, las habladurías eran el entretenimiento preferido de sus habitantes. Eso por eso que, desde hacía cuatro meses, el pueblo entero sabía que Candy había sido expulsada del instituto de Lisbon Falls. Y todos creían conocer el motivo de la expulsión. Pero sólo Candy sabía la verdad. Y no quería compartirla con nadie. Por eso elegía recogerse en su habitación, lejos de los chismes de la gente, y esperar la llamada telefónica que debía asignarle un nuevo instituto.
Pero los días pasaban y el teléfono no sonaba. Las chicas de su edad acababan de empezar un nuevo curso académico y ella seguía confinada en su casa. Las autoridades académicas querían enviarla a un centro alejado de Lisbon Falls y de su pueblo, Bowdoin, pero aún no habían encontrado el más adecuado. “En cuanto lo tengamos, la llamaremos”, respondieron secamente por teléfono una vez que su madre empezaba a impacientarse. No servía cualquier instituto para Candy Brown. Tenía que ser uno especial. Porque Candy era especial. Siempre lo había sido. Desde el mismo instante en que nació.
Candice Rose Brown vino al mundo dieciséis años antes, el 16 de marzo de 1947, en su casa de Bowdoin. No nació en un hospital porque su madre no fue consciente de su propio embarazo hasta que sintió los primeros dolores del parto. De profunda religiosidad, Emily Brown, la madre de Candy, creyó que el Señor la había castigado con un cáncer de estómago por haber pecado en el asiento trasero de un automóvil. Los meses posteriores al fogoso desliz comprobó cómo el cáncer crecía en su barriga. Ella aceptó serenamente el designio del Señor y esperó la llegada de su muerte con cristiana resignación. El día del parto, Emily sintió fuertes dolores y se preparó para expirar. Los vecinos la oyeron gritar, pero ninguno llamó a una ambulancia. Para cuando se personó la policía, Emily Brown se hallaba en su cama en el piso superior, postrada en un charco de sangre, con un bebé en sus brazos parcialmente cubierto por la placenta. El agente que accedió a la habitación pensó inicialmente que la mujer había sido víctima de una brutal agresión. Sólo cuando empezó a llorar aquel apéndice carnoso comprendió que había tenido lugar un parto. Aquellas traumáticas circunstancias marcaron sin duda la relación que Candy tendría con la sangre el resto de su vida.
El repulsivo bebé se convirtió en una preciosa niña rubia en cuanto la limpiaron. Emily tardó unas semanas en comprender y aceptar que había sido madre. Y que no moriría. Los Servicios Sociales se hicieron cargo inicialmente de la pequeña. Sin embargo, tras un exhaustivo examen de los hechos, concluyeron que Emily era apta para ejercer la maternidad. Denegarle tal derecho por motivos solamente religiosos habría colisionado con sus derechos constitucionales. Así que cuatro semanas después del alumbramiento, devolvieron la criatura a Emily y establecieron una sutil vigilancia. Emily debería llevarles la niña todos los meses con el pretexto de someterla a regulares chequeos médicos, y Servicios Sociales aprovecharía las visitas para observar discretamente la evolución mental de Emily. Quizá fue porque sólo tenían ojos para la madre, quizá porque no esperaban encontrar nada en la niña, lo cierto es que ningún médico observó nada anómalo en la pequeña Candy Brown. Ninguno supo ver las extrañas cualidades que se estaban desarrollando en su interior, unas cualidades que iban a manifestarse muy pronto de forma espectacular.
El primer brote de esas extrañas ‘cualidades’ tuvo lugar en 1950, poco después de que Candy cumpliera los tres años. Sucedió un domingo de primavera, un día que amaneció excepcionalmente cálido, uno de esos días que parecen anticipar un verano todavía lejano y contagian en la gente un animoso espíritu vacacional. Aquella mañana, tras un largo invierno, frío y nublado, los vecinos de Bowdoin se apresuraron a disfrutar del sol en cuanto vieron sus primeros rayos. Muchos prepararon sus barbacoas portátiles en los jardines, y los hubo incluso -los más atrevidos- que extendieron toallas en el césped y se tumbaron a tomar el sol. Pero esa clase de días pueden ser traicioneros. Cuando se dan esas circunstancias meteorológicas tan repentinas, suele producirse un fuerte contraste de temperaturas entre las zonas bajas de la atmósfera y las zonas altas, que todavía permanecen frías. Eso genera corrientes de aire vertical que impulsan partículas sólidas diminutas hacia arriba. Las partículas de pequeño tamaño adosan, en su camino, minúsculas gotas de agua que se van congelando en su viaje ascendente hasta que su peso es tan grande que caen a la tierra con toda la fuerza de la gravedad. A las once de la mañana, las brisas del norte trajeron las primeras nubes por entre las montañas, y a las doce del mediodía el cielo se había cubierto completamente. Pocos minutos después, cayó una estrepitosa granizada que sorprendió a todos los habitantes del condado. Las bolas de granizo fueron tan grandes que causaron desperfectos en muchas de las casas de Bowdoin. “Parecían piedras”, declararon los vecinos. La granizada apenas duró diez minutos. Luego el cielo se despejó y el sol volvió a brillar con la misma intensidad de antes. Y el día continuó, festivo y veraniego, para la mayoría de los vecinos del pueblo, que pudieron seguir disfrutando de sus barbacoas y sus baños de sol sin más novedad. Pero Emily y Candy Brown no pudieron continuar con sus vidas porque su normalidad quedó rota por el fenómeno. Su casa, que sobresalía en una pequeña loma, resultó particularmente afectada. El granizo dañó gravemente el tejado y estropeó dos canalones y un tubo de desagüe. Y, a pesar de que esos destrozos fueron importantes, no fueron lo peor que ocurrió en aquella casa esa mañana.
Cuando empezó la granizada, madre e hija se hallaban en el interior. Emily estaba en la cocina preparando la comida, y Candy la acompañaba, dibujando cartulinas en el suelo. De repente, una bola de granizo rompió la ventana con tan mala suerte que un fragmento de cristal impactó directamente en la cabeza de la niña. Emily se apresuró a cubrirla con un paño. Cuando retiró el paño para evaluar el tamaño de la herida, la pequeña Candy vio la tela manchada de sangre. Y gritó. Se zafó de su madre y empezó a correr por la casa chillando horrorizada. Emily trató de alcanzar a su hija sin éxito. La carrera hizo que brotara más sangre de la herida y ésta descendiera por el rostro de la criatura, cubriéndole la visión de sangre. La niña corría golpeándose aquí y allá hasta que logró salir de casa como si escapara de un incendio. Pero tuvo que detenerse por el impacto brutal del granizo, que en esos momentos estaba en su máximo apogeo. Impotente, atrapada en el porche de su casa, lanzó un grito al cielo y ocurrió lo inesperado: la puerta se cerró violentamente sin que nadie la tocara. También se cerraron los postigos de la casa, dejando a la madre dentro sin poder alcanzar a su pequeña. Emily trató de abrir la puerta, pero no pudo. Vio iluminarse súbitamente una bombilla del recibidor. Y se asustó. Golpeó nerviosa la puerta. La bombilla ganó intensidad. Emily empujó la puerta con todas sus fuerzas. La bombilla llegó a la incandescencia. Desesperada, Emily tomó distancia para echar la puerta abajo y, cuando iba a lanzarse a la carrera, la bombilla se apagó. Afuera, la pequeña Candy perdió el conocimiento. Y la puerta se abrió como si alguien la hubiese desbloqueado. Emily vio a su hija en el porche, tirada inconsciente en el suelo, y corrió a abrazarla. La niña jadeaba exhausta.
Los días posteriores, apenas hablaron de aquello. Candy había sufrido una crisis nerviosa causada por su miedo a la sangre. Algo normal, racionalizó Emily, dadas las circunstancias de su nacimiento. ¿Y la puerta? La puerta se cerró por una corriente de aire. También normal, si tenemos en cuenta que aquel día la granizada trajo fuertes vientos que cerraron puertas, quebraron ramas, y arrancaron vallas por todo Bowdoin. Sin duda fue la respuesta de Dios a la deriva pagana que estaba tomando aquel pueblo -asumió la devota madre-, en otros tiempos tan religioso. Emily y Candy rezaron para que sus vecinos retomaran la senda del Señor y rogaron a Dios que no volviera a enviar una granizada como aquella, ofreciendo a cambio la promesa de entregarse ambas, con más sumisión si cabía, a la lectura de los evangelios.
Emily Brown era baptista. El día que Servicios Sociales le entregó a Candy, recibió a la niña leyendo en voz alta la anunciación de Jesús (“Llegó el ángel hasta ella y le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo“). Emily optó por alegrarse del regalo que le había hecho Dios y, al mismo tiempo, trató de infundirse ánimos a sí misma. Aquella criatura de cabellos dorados, casi blancos, parecía tan delicada. ¿Podría protegerla en un mundo tan hostil? (“No temas, María, porque Dios te ha dado su favor“, le decían las Escrituras). El Señor la ayudaría a protegerla. El Señor estaba con ella. Instituyó el hábito de leer pasajes sagrados todas las noches junto a la cuna de su niña. Empezó aquella misma noche (“Le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado con justicia Hijo del Altísimo“). El nombre de la niña no podía ser Jesús, claro. Lo eligió la comadrona cuando limpió por primera vez a Candy. Al verla sin la sangre, de repente tan blanca, no dudó en llamarla Candice, que en origen significa brillante, resplandeciente. Emily terminó empleando su abreviación, Candy, rendida por la dulzura de ese pequeño regalo de Dios. Tres años después, tras la ‘lluvia de piedras’, decidió que su hija debía acceder a las Escrituras por sí misma. Y le enseñó a leer. Al cabo de dos años, cuando en el colegio la maestra empezaba a juntar sílabas en la pizarra, Candy ya había leído el Génesis y el Éxodo por sí sola.
A los siete años de edad, Candy había leído la Biblia entera. Forjó tal vínculo con las Sagradas Escrituras que se sentía la protagonista de todas sus historias. Un día, sin embargo, cayó en sus manos un ejemplar de “Caperucita roja”. Y lo leyó también. Por aquel entonces su abrigo era rojo y tenía caperuza, así que naturalmente se sintió también la protagonista del cuento. Le alarmó descubrir que el mal podía tomar la forma de un vulgar lobo del bosque. Sabía por la Biblia que la maldad podía arrasar ciudades como Babilonia, Sodoma o Gomorra. Y nunca sintió miedo por ello, porque los desastres bíblicos formaban parte de un pasado lejano, mítico. Ese peligro lobuno, no obstante, podía aparecerse el día menos pensado por los alrededores de Bowdoin. Y comunicó a su madre que no volvería a salir de casa. “Los únicos lobos que debes temer”, le reprendió Emily, “son los hombres”. “¿Los hombres, mamá?” “Los hombres y las mujeres malos: los hijos descarriados del Señor”. Le puso la caperuza y la sacó de casa. La llevó a la biblioteca del pueblo. La Biblia era el libro de Dios, allí, en la biblioteca, estaban los libros de los hombres. Leyéndolos, le dijo, conocería la naturaleza humana y aprendería a prevenir las acciones de quienes quisieran dañarla. “Mamá no estará siempre para protegerte”. Y le dio un golpecito en la espalda para que entrara.
La biblioteca era un viejo caserón de madera repleto de estantes polvorientos. No era un lugar grande, pero a Candy le pareció gigantesco. Asumió que debía leer todos los libros de aquella vieja biblioteca. Así que empezó a acudir a aquel lugar todas las tardes. No importaba que sus compañeras de colegio le propusieran ir al parque a jugar. Ella elegía pasar la tarde entre libros. Lo primero que abordó fueron las novelas. Tomaba una al azar y la leía hasta terminarla. Nunca dejó una a medias. Durante los meses siguientes leyó novelas de aventuras, de amor, leyó novelas costumbristas, históricas, de misterio, incluso leyó novelas de ciencia ficción clásica. Aunque muchas de aquellas novelas no la entusiasmaban, le sirvieron para comprobar que los hombres se traicionaban y se enamoraban, le sirvieron para descubrir que los hombres podían construir máquinas de tortura y también naves espaciales, pudo averiguar con ellas que los hombres sentían celos y ternura, y experimentaban temor y bondad. Los hombres eran malos, pero también podían ser buenos. Y los peligros acechaban por todas partes, ocultos bajo mil formas diferentes. La escuela dejó de interesarle. Nunca le había atraído pero ahora perdió todo significado para ella. El mundo terrenal estaba allí, en la biblioteca. Y disfrutaba descubriéndolo por sí misma. Y empezaba a sentirse feliz. Pero entonces llegó el segundo brote.
Ocurrió una tarde de otoño. Había ido a la biblioteca, después del colegio, como todos los días. Iba a dedicar la tarde a terminar una epopeya de Walter Scott que llevaba algunas semanas leyendo. Cuando la acabó por fin, la devolvió a la estantería y escudriñó los estantes en busca del siguiente libro. El afortunado fue un pequeño ejemplar que asomaba en lo alto de una estantería. Se encaramó a ella y, haciendo equilibrios con pies y brazos, lo alcanzó. Era “El hundimiento de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe. Miró el reloj. Faltaba sólo media hora para el cierre de la biblioteca, así que mejor lo empezaría al día siguiente. Cuando iba a dejar el libro en la mesa de lectura, se fijó en la portada. Había una palabra escrita en letras de sangre: “Terror”, y quedó paralizada. Tras esa palabra, se alzaba un fantasmal caserón en medio de una noche siniestra. La puerta del caserón estaba entreabierta, y parecía invitar al visitante a cobijarse en su interior. Candy volvió a mirar el reloj. Aún faltaba media hora. Movida por la invitación de aquella puerta entornada, abrió el libro y leyó la primera frase. “Durante todo un día, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al caer la noche, llegué a la Casa Usher”. Leyó la siguiente frase: “No sé cómo fue, pero solo mirar al edificio, un sentimiento de insoportable temor invadió mi espíritu“.
Candy se dejó llevar por las frases y siguió leyendo. El protagonista de la novela había sido invitado a la mansión de los Usher, una tétrica vivienda antigua ocupada por los hermanos Roderick y Madeline Usher. Nada más entrar, el visitante percibió la terrible opresión que inspiraba la casa. “Sentí que respiraba una atmósfera de dolor“, decía el narrador, “Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo“. Roderick y Madeline Usher estaban enfermos física y mentalmente. Ambos parecían espectros. El primero de los dos en morir fue Madeline. Roderick, abatido por el dolor, decidió preservar en casa el cuerpo de su hermana difunta hasta sentirse preparado para su inhumación. A partir de aquel momento empezaron a escucharse, a diario, ruidos extraños en la mansión Usher. Una noche de tormenta oyeron “un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado”. A ese grito “aparentemente lejano, pero áspero y prolongado” le siguió otro, más cercano. Los dos hombres se miraron (el protagonista-narrador y Roderick), aterrados por la proximidad del sonido. “Oyeron cómo algo subía por la escalera, se acercaba por el pasillo y se detenía ante la puerta cerrada. Y de repente“…
Se apagó la luz.
Candy levantó la vista del libro. La biblioteca había quedado a oscuras. “¿Señora Harper?”, preguntó, asustada. No hubo respuesta. Candy miró al reloj y ahogó un grito. Se había sumergido tanto en la lectura que el tiempo había volado. La anciana bibliotecaria se había marchado, sin duda. Candy recogió rápidamente sus cosas y corrió a la puerta, pero la salida estaba cerrada con llave. Tranquila. Podía salir por una ventana. Cuando se encaminaba a las ventanas, de repente, oyó un ruido. Las maderas solían crujir, pero aquel ruido había sido distinto. Estaba tan sugestionada por el viciado ambiente de la casa Usher que, al notar que la ventana se resistía, sucumbió al pánico. Empezó a correr por los pasillos, golpeándose a tientas, presa del miedo. Con cada encontronazo caían libros sobre su cabeza. Candy se los sacudía como si fueran cuervos, pero resultaba en vano. Cuanto más se movía, más libros la atacaban. Finalmente tropezó con una silla, cayó de bruces en el viejo suelo de madera y se clavó dos largas astillas en las manos. Notó la sangre caliente brotando de sus palmas. Y gritó. Y cuando lo hizo, sintió emanar de su cuerpo una energía cálida, fulgurante, que se expandió en todas direcciones. Y los libros empezaron a arder. Y con ellos las estanterías. Y el techo. Y las paredes. Desesperada, Candy se lanzó contra una ventana, atravesó el cristal y cayó en el mullido césped de fuera. A su espalda, la biblioteca quemaba como una pira. Empezó a correr y desapareció en la noche.
La biblioteca quedó reducida a cenizas. Al día siguiente, nadie sabía qué había pasado. Su madre le ordenó que no dijera nada. “Pero mamá, yo no tuve la culpa”. “Lo sé”, respondió Emily, comprensiva, “Pero si saben que estuviste allí, te culparán”. “¿Por qué?” “Porque los hombres siempre necesitan culpables”, y señaló con la mirada el Cristo crucificado del salón. Dos semanas después, la investigación forense determinó que el incendio había sido causado por un cortocircuito. Una chispa eléctrica prendió el polvo acumulado y éste propagó las llamas por los estantes como si fuera gasolina. Fin del asunto. “Mamá”, preguntó Candy días después: “¿Puede prenderse un lugar con un grito?” La pequeña continuaba pensando en el incidente de la biblioteca. “¿Tú que crees, cielo?” “Creo que…”, la mirada de su madre parecía conocer la respuesta, “Creo que…”, pero no deseaba oírla, “Creo que…”, confesó Candy, temerosa, “Que si una tiene miedo, sí”. “Entonces, cariño”, le respondió su madre, “No tengas miedo”. “Pero mamá”, replicó Candy, “Se apagaron las luces, oí ruidos, había fuego, no fue culpa mía, lo prometo, no hice nada”. “Lo sé”, susurró Emily abrazando a su pequeña, “Sé que no hiciste nada. Por eso mismo vas a guardar el secreto”. “Pero, mamá…” “Debes guardar el secreto”, concluyó Emily. Y Candy obedeció. Pero eso no impidió que poco a poco asomara otro recuerdo en la cabeza de la niña. El recuerdo del calor. De la energía cálida. La fuerza fulgurante que salió de su cuerpo aquella noche en la biblioteca. Era un recuerdo familiar. Lo había sentido antes. ¿Cuándo? Y entonces lo supo. El día de la “lluvia de piedras”. Sí. ¿Qué pasó cuando gritó en el porche bajo la “lluvia de piedras”? Que sintió ese mismo calor. Y la puerta se cerró violentamente. Su madre aseguró que fue una ráfaga de viento quien cerró la puerta violentamente. Y le asaltó el recuerdo de su madre golpeando aterrorizada la puerta intentando echarla abajo. ¿Qué fuerza mantuvo la puerta bloqueada? ¿Quizá la misma que la había cerrado? ¿Una fuerza cálida? ¿Una fuerza cálida salida de su interior? ¿Una fuerza cálida capaz de abrir y cerrar puertas, apagar y encender luces, prender polvo, libros y hasta una biblioteca entera? “Debes guardar el secreto”. “Pero, mamá…”. “Debes guardar el secreto”.
“¡No puedo!” El “secreto” ardía en el interior de Candy.
Al día siguiente, mientras la pequeña hacía los deberes, Emily entró en su habitación y le entregó un diario. “Si no puedes guardar el secreto, escríbelo”. Era un bonito cuaderno de piel, con cientos de páginas en blanco. Le propuso a Candy que anotara en él sus temores, sus dudas, sus preguntas sin respuesta, todo cuanto quemara en su interior y no podía compartir con nadie. “¿Por qué?” “Porque no habrá nadie que te pueda comprender”. La niña miró a su madre. Luego miró el grueso cuaderno. Y preguntó: “¿Durante cuando tiempo?” Emily salió de la habitación y regresó con una caja llena de diarios iguales a ése. “El resto de tu vida”.
De esa particular manera, Candy se aficionó a la escritura. Todas las semanas anotaba algo en el diario. Sabía que jamás iba a leerlo nadie -ni si quiera su madre- y un día, finalmente, lo destruiría. Así que empezó a escribir sin temor. Se atrevió a volcar en él sus pensamientos más íntimos. Con el tiempo adquirió destreza escribiendo. Terminó por agradarle esa práctica. Era mejor que hablar. Y llegó a expresarse en el papel como no lo hacía de voz. En poco tiempo se convirtió en una buena escritora. Y, como había pronosticado su madre, el cuaderno calmó el temor que llevaba dentro. Pero no le hizo olvidar la lectura. Echaba de menos la biblioteca. Los libros. Aunque seguía leyendo la Biblia, añoraba aquellas largas tardes viajando por los entresijos mundanos de las novelas de la biblioteca. Ahora ya no había biblioteca. No había novelas. ¿Qué iba a hacer? Antes de que pudiera entristecerse, su madre le puso dos monedas en la mano y le dijo con una sonrisa: “Para que te compres una lectura”. No andaban sobradas de dinero. En la pequeña mano de Candy había sólo veinte centavos. Así que… «Elige bien, cielo”.
Candy fue a la librería del pueblo. El dependiente la recibió con una sonrisa inesperada. Era un joven desgarbado que acababa de adquirir la librería tras años trabajando en ella de mozo. Le alegró saludar a la niña solitaria que pasaba a diario por delante y nunca se detenía. Candy fue directa al mostrador, dejó los veinte centavos y pidió una buena novela como quien pide un filete en la carnicería. “¿Cuánto hace que no compras un libro?”, le preguntó el muchacho. “Es la primera vez”, respondió Candy. “Ya veo”, asintió el joven. “Con ese dinero, hubieses podido comprar buenas novelas hace veinte años”, le explicó, “Pero hoy, en 1955”, se encogió de hombros, “No puedo ofrecerte más que una de segunda mano… si es que tengo alguna”. “¿Tiene alguna?” El hombre entró en la trastienda y, después de rebuscar por entre cajas y cajones, salió con una. Candy sonrió. Tomó la novela y se marchó.
La novela era “Emma”, de Jane Austen. Jamás había leído nada de una escritora inglesa – jamás había leído nada de una mujer escritora-, así que la empezó con interés. Al terminarla, suspiró emocionada. Algo la había deslumbrado más que el esplendor de la alta sociedad inglesa: y era la personalidad arrolladora de su protagonista. Emma Woodhouse era guapa, bulliciosa, intelectual, mimada, mandona, inteligente. Todo lo que no era Candy. Y se imaginó por un instante siendo de aquella manera. Fue a pedirle al librero más novelas de Emma Woodhouse para conocerla mejor. Se propuso descifrar los códigos de Emma, sus gestos, sus inflexiones de su voz, los mecanismos de su comportamiento atrevido y gracioso. Fabuló juguetonamente con ser la Emma Woodhouse de aquel pequeño pueblo perdido en el oeste de Maine. Pero se llevó una decepción. No había más novelas de Emma Woodhouse. “No es Sherlock Holmes”, lamentó el librero. Pero sí tenía más novelas de Jane Austen, su autora. Acababa de recibir algunas aquella misma semana. Y eran de segunda mano. Así que Candy dejó otros veinte centavos en el mostrador y salió de la librería con una nueva novela de la madre de Emma Woodhouse.
La deslumbró, también. En cuestión de meses, leyó casi toda la obra publicada de Jane Austen. Devoró una novela tras otra, sin descanso. Las primeras semanas, el librero rebajaba el precio del libro recomprando a Candy el libro anterior. Meses después, admirado por el radiante entusiasmo de su joven clienta, acabó por prestarle directamente los libros sin cobrarle un céntimo. A Candy se le iluminaba el rostro cada vez que llegaba algo nuevo de Jane Austen. Le fascinó tanto Jane Austen que fue perdiendo interés por los demás autores. Había algo especial en aquella escritora. Sus novelas estaban compuestas con magistral sencillez, con artística serenidad, sin artificio ni pretenciosidad. A veces se mostraba cándida y a veces irónica, pero siempre cómplice y generosa. Era como una voz susurrándole al oído. Jane Austen era como una amiga. Y Candy no tenía amigas. Por aquel entonces, estaba terminando la enseñanza media. Se llevaba bien con sus compañeras de colegio, pero no tenía amigas. No por culpa de las otras chicas, sino por culpa de ella misma, que mantenía un prudente filtro. Temía que sus compañeras pudieran descubrir su “secreto” interior si intimaban con ella (“Debes guardar el secreto”). Así que nunca hablaba de sus cosas. Podía tratar cualquier tema en el recreo, y se había convertido en una buena conversadora, pero en cuanto la charla derivaba hacia lo personal, Candy se escabullía. Al terminar la clase, después de que sonara el timbre, solía entretenerse el tiempo justo para despedirse de las compañeras y regresaba rápido a casa. Allí la esperaba Jane Austen. Y su cuaderno. Sus verdaderos amigos.
En septiembre de 1961 Candy alcanzó la enseñanza superior. Dio el paso natural, que era ingresar en el High School de Bowdoin, junto con sus compañeras de promoción. Las muchachas tenían catorce años y habían llegado a esa edad en que todo se vuelve dramáticamente importante de repente, en especial el aspecto físico. La cabellera de Candy ya no era tan rubia, pero conservaba su brillo singular. No era una chica delgada. Tampoco destacaba por su belleza. Pero se adivinaba algo genuino en su interior que confería a su presencia un aire de discreta suficiencia. Y eso gustaba a algunos chicos, que empezaban a hacer tímidos intentos por aproximarse a ella. Candy, no obstante, mantenía fija su atención en las novelas, y en el repaso de la Biblia. La Biblia cada vez le atraía menos, ciertamente. La leía por complacer a su madre. Las novelas, en cambio, la llenaban por completo. Con el paso de los libros fue comprobando que el trasunto de las ficciones podía ser más rico y auténtico que el mundo real que imitaban. Entonces, ¿por qué buscar fuera de ellas? Las aventuras de los libros eran más vívidas que las reales, las decepciones de los libros, más dolorosas, sus alegrías más intensas, las intrigas más oscuras, las soluciones más brillantes. Así que se entregó con pasión a los libros. El hallazgo de Jane Austen le abrió las puertas a un género novelesco en sí mismo: la novela femenina. Las mujeres escritoras conectaban mejor con ella que los hombres -quizá porque escribían pensando en lectoras como ella, de naturaleza solitaria- y eso la hacía sentirse comprendida. Elisabeth Gaskell, Emily Brönte, Louisa May Alcott, Virginia Woolf… son nombres que añadió a su particular altar de novelistas mujeres, encabezado por la santísima Jane Austen. Tan acompañada se sentía Candy, que fue abandonando poco a poco el cuaderno. “El secreto” ya no la inquietaba. A penas pensaba en él. ¿Se había marchado? Quién sabe. No iba a averiguarlo. Estaba creciendo como lectora, como mujer. Se sentía cada vez más segura. Todo hacía vislumbrar un feliz futuro hasta que, tres semanas después de empezar el curso, un tercer brote lo cambió todo.
El brote estalló en las duchas del instituto. No lo iba a olvidar nunca. A las diez y cincuenta de la mañana del último viernes de septiembre, Candy y las demás alumnas estaban en el vestuario, duchándose tras una clase de gimnasia. Jugaban a pasarse de mano en mano las barras de jabón, bajo el agua caliente. Candy participaba de la diversión, a tientas, como todas, en medio de una cálida nube de vapor de agua. Aquel vestuario podía haber sido un establecimiento de baños egipcios de no ser por la algarabía de las chicas, que lo llenaba todo de gritos y risas. Entonces Candy enmudeció súbitamente. Había sangre en el suelo. La mera visión de la sangre la sobresaltó. Cuando descubrió que la sangre procedía de sus piernas, se asustó mortalmente. Notó que de repente le faltaba el aire, que no podía sostenerse en pie. Se le nubló la visión. Y cayó al suelo. Iba a morir desangrada. Las compañeras corrieron a ayudarla. Candy sintió calor. Ruido. Se vio acorralada y, en medio de ese torbellino de ecos, vapores, sangre… y calor, su mente se dobló. Ninguna novela le había hablado de la menstruación.
Esa misma tarde fue requerida por el jefe de estudios. La llevaron al despacho principal. Allí aguardaban el director del instituto, el tutor de su curso, la profesora de gimnasia y un par de personas más que ni siquiera conocía. La sentaron frente a ellos, como a una acusada ante un tribunal. El director tomó la palabra. “Tres de sus compañeras han resultado heridas”, declaró con afectada gravedad. “A una de ellas, ha habido que llevarla al hospital comarcal después de que se golpease fuertemente la cabeza contra las baldosas de la pared”. El director hizo una pausa. Parecía esperar una protesta por parte de Candy, pero la protesta no llegó. “¿Por qué empujó usted a sus compañeras?”, inquirió. «¿Por qué empujé a mis compañeras?», repitió Candy. Y empezó a rememorar la escena. Las duchas. El vapor. Las gotas de sangre en el suelo. El miedo a morir desangrada. ¿Por qué empujé a mis compañeras? Miró al director. A su tutor. A la profesora de gimnasia. Hubiese querido decirles que no había empujado a sus compañeras, que ni siquiera las había tocado: que fue la energía caliente de su interior quien lanzó a sus compañeras contra las paredes, una fuerza tan incontrolable como una reacción en cadena. Hubiese querido decir eso, pero hacerlo habría supuesto revelar su “secreto”, y no podía revelarlo (“Debes guardar el secreto”). “¿Por qué empujó a sus compañeras de esa forma tan violenta, Candy Brown?”, le espetó el director, impaciente. Candy alzó la mirada (“Debes guardar el secreto”, «Debes guardar el secreto»). “Porque…” (“Debes guardar el secreto”) “Porque quise”, respondió. Y volvió la cabeza hacia un lado.
Candy fue expulsada. Tardaron cuatro semanas en encontrarle un nuevo instituto. Hubo profesores que defendieron la permanencia de Candy en Bowdoin y eso retrasó la decisión. Pero el caso había llegado a manos de las autoridades académicas del condado y éstas resolvieron que lo mejor para todos era enviar a Candy Brown a otro municipio. El elegido fue Lisbon Falls, que estaba en la localidad vecina del mismo nombre, a solo seis millas de distancia. Lo bastante cerca para proseguir el curso con normalidad, lo bastante lejos para que perdiera contacto con sus viejas compañeras (“Los hombres siempre necesitan culpables”). Nadie le pidió opinión a Candy.
Cuando Candy puso el pie por primera vez en el instituto Lisbon Falls ya era noviembre. “Se llama Candy Brown”, anunció su nueva profesora a un aula repleta de alumnos, “Y es vuestra nueva compañera. Decidle: Bienvenida a Lisbon Falls, Candy”. Y un coro de caras desconocidas repitió: “¡Bienvenida a Lisbon Falls, Candy!” Candy inclinó la cabeza. Le asignaron un pupitre en la segunda fila, junto a una muchacha alta y rubia, y Candy deseó volverse invisible. “Por favor, no la molestéis con preguntas impertinentes”, pidió la profesora a los alumnos y retomó la lección que había tenido que interrumpir por la llegada de Candy.
Los rumores no tardaron en correr por la clase. La muchacha alta le preguntó un día, en voz baja: “¿Es verdad que te expulsaron de tu anterior instituto?” Candy la miró. Aquella era una chica dulce, bienintencionada, y le recordó a sus antiguas compañeras. “Dicen que te expulsaron”, continuó la muchacha, “Por… tener la regla”. Esto último lo dijo con asombro. “¿Es verdad?” No. No era verdad, pensó Candy. Pero tampoco era verdad que hubiese pegado a sus compañeras y aquel era el motivo oficial de su expulsión. Así que se encogió de hombros sin saber muy bien qué responder. La muchacha miró a Candy unos instantes. Luego se le dibujó una sonrisa en el rostro. Y la abrazó con ternura. “Quiero que sepas que aquí tienes una amiga”. Se llamaba Susan Schneider. Susan reportó al resto de alumnas la injusticia que había sufrido Candy en el anterior instituto. Y éstas la acogieron con cariño. Al fin y al cabo, todas tenían la regla y un accidente podía tenerlo cualquiera. Desde aquel día, ninguna de aquellas muchachas volvió a salir de casa sin tampones de recambio.
Candy agradeció la complicidad. Y en poco tiempo se convirtió en una más de la clase. En Lisbon Falls se mostró menos habladora. Cuanto más alejadas estuvieran sus compañeras del “Secreto”, mejor para todas. Así que, a menudo, a la hora del recreo, se separaba discretamente de ellas para irse a un rincón a leer. “Me encantan las novelas”, les decía “No puedo parar”. Las chicas eran comprensivas. “Un trauma requiere tiempo”. Fuera del instituto no era muy distinto. A aquellas edades, las chicas solían ir al cine, reunirse en casa de alguna, y dormir juntas cuando preparaban exámenes. Candy no quería participar. Nunca fue a casa de una compañera. Ni invitó a ninguna a la suya. Pero ellas la apreciaban igualmente. “Candietta necesita su tiempo y su espacio”, solía decir Susan Schneider cuando alguien preguntaba.
Esa mayor cerrazón de Candy, sin embargo, no pasó desapercibida a su madre. Emily sabía que su hija estaba muy sola. Más que antes. La niña había vuelto a escribir en el cuaderno. Y pasaba más horas leyendo. No salía de su habitación si no era para ayudarla en las tareas domésticas o acompañarla en la lectura de la Biblia. Desde el cambio de instituto, Candy no había tenido ninguna visita. Es cierto que sus nuevas compañeras vivían en Lisbon Falls, y eso estaba a seis millas de distancia. Pero tampoco sonaba el teléfono. Y Emily empezaba a preocuparse. Su hija necesitaba compañía, no podía verla tan sola. Así que un día entró en su habitación mientras Candy hacía los deberes y, sin preguntar siquiera, plantó la solución en la mesa. “¿Un gato?”, exclamó Candy sorprendida. Era un hermoso minino de pelo sedoso y mirada melancólica. “Un gato, no”, precisó Emily, “TU gato”. Fue decir esto, y el animalito saltó sobre el regazo de Candy, la miró con ojos tristes y se acurrucó entre su ropa ronroneando. Aquella bola de pelo era tan delicada. Candy lo acarició. El gatito ronroneó más todavía y le lamió la mano. Candy se enamoró al instante de aquella criatura. “¿Qué haces tan solito?”, le preguntó. “¿Te has escapado de tu mamá?” Antes de que el animal maullara una respuesta, Candy vació rápidamente la caja de cuadernos y preparó en su interior una camita con almohadas. “Tranquilo, no se lo diré”. Luego introdujo dulcemente al gatito en su nuevo hogar y lo acarició de nuevo. “No se lo diré a nadie”.
Se llamaba “Church”. El nombre vino dado. Lo había elegido su madre. Candy, no obstante, prefirió llamarlo Little Secret. ¿Por qué no darle un sentido positivo a la palabra secreto? Su vida podía tomar un cariz positivo si se lo proponía. Y Little Secret iba a ayudarla. De repente, el pequeño animal se convirtió en su amigo del alma. Por las noches, antes de acostarse, Candy miraba a su nuevo tesoro y le cantaba su particular versión del “Hush Little baby”: “Silencio, Little Secret”, le susurraba, “No llores: El Señor te ama y yo también” (“Hush, Little Secret, don’t you cry / Lord loves you and so do I“). La protegida se había convertido en protectora.
Desde la llegada de Little Secret, Candy asistía a clase con mejor ánimo. Los primeros días sólo pensaba en su gatito, y contaba los minutos que faltaban para regresar a casa y poder abrazarlo. Un día, cuando salía del instituto a toda prisa, la detuvo un muchacho que le dijo: “Tienes gato”. Era un compañero de clase. El muchacho repitió: “Tienes gato”. Y adivinó: “Desde hace unos días”. ¿Cómo lo sabes?”, preguntó Candy, sorprendida. “Porque, desde hace hace unos días, tienes pelos de gato en la ropa”. “¿Tengo pel…?” Candy se sacudió el vestido, ruborizada. El chico rió. Era un italoamericano menudo, totalmente inofensivo. “Frankie Raguso, para servirte”, dijo. Y le tendió la mano. “Yo también tengo gato. Si necesitas consejo de un experto…”
El muchacho resultó ser dulce. Y sus amigos del equipo de baloncesto, también. La gente de aquel instituto era dulce. La gente en el mundo era dulce. Realmente, Candy no había conocido a nadie en su vida que, en el fondo, no fuera dulce y bondadoso. Salvo las autoridades escolares, todo el mundo la había tratado bien -y las autoridades escolares actuaron con desconocimiento, no con maldad-. Los lobos feroces sólo existían en los cuentos. O, cuando menos, no se escondían tras los árboles del bosque. El único Lobo feroz que había en el mundo estaba en su interior. Era un Lobo feroz hecho de calor y energía, que dormía agazapado en su vientre. Era un animal traicionero que esperaba oler sangre para salir a hacer daño. ¿Cómo había llegado aquel lobo a su interior?, se preguntó. Ella fue aquella Caperucita roja del cuento. ¿Acaso en alguna variación de la historia Caperucita se comió al lobo? Quizá sí. Quizá se lo comió para librar a los vecinos de su presencia. En tal caso debía mantenerlo cautivo. Llevaba tiempo lográndolo. Entendió que si vivía una vida tranquila, alejada de la sangre, el lobo continuaría durmiendo. Así que trató de llevar una vida aburrida. Desde el cambio de instituto, no hizo nada sobresaliente: se limitó a ir a clase, hacer los deberes, leer, escribir en su cuaderno y pasar horas abrazada a su adorado Little Secret. Y, aunque cueste creerlo, era feliz así.
Por aquellos tiempos, empezó a releer a Jane Austen. Sin duda, era su escritora favorita. La seguía fascinando tanto como el primer día. Se recordó a sí misma, prometiéndose, años atrás, que leería todos sus libros. Desgraciadamente, no había podido cumplir la promesa. Le faltaba uno por leer. Había una rara edición que se le resistía: un recopilatorio de relatos de juventud que su librero no conseguía encontrar. “Y hará falta un milagro para dar con él”, le confesó un día abatido. Había un solo ejemplar en América y no sabía dónde estaba. Ni siquiera sabía si estaba aún a la venta. Quizá lo habían destruido. El comercio de libro usado se estaba poniendo difícil. Todo lo relacionado con lo usado se estaba poniendo difícil. Cada semana cerraban decenas de tiendas de viejo a lo largo y ancho del país. Y es que América estaba viviendo un momento de bonanza, y la gente ya no vendía las cosas viejas: las tiraba y se compraba otras nuevas. Estados Unidos había entrado en una etapa de optimismo de la mano de su nuevo y joven presidente, John Fitzgerald Kennedy. Y también de su guapísima esposa, Jacqueline, que había irrumpido en medio de la conservadora clase política convirtiéndose de la noche a la mañana en un modelo para las mujeres del país. Por primera vez, la primera dama de América brillaba junto a su marido. Y los dos se sonreían. Estaban tan enamorados. Eran la pareja perfecta.
Mientras tanto, en el instituto, las chicas transitaban su particular edad de las parejas. El ritual de emparejamiento era siempre el mismo: chico se interesaba por chica, chico se aproximaba a chica, chica se hacía la difícil hasta que accedía a una primera cita y después salían juntos hasta que uno de los dos se cansaba y quedaban libres de nuevo. Y vuelta a empezar: chico se interesaba por chica… Las parejas se hacían y deshacían a la misma velocidad con que el cine del pueblo cambiaba los títulos de su marquesina. Y a eso le llamaban enamorarse. Y desenamorarse. Candy no participaba de eso. Ella creía en el amor de verdad. El amor eterno. El de las novelas. Se lo había mostrado Jane Austen. En las novelas, el amor era apasionado, comprometido, profundo, sincero, revelador. Exactamente la clase de amor que estaba vetado para ella. Y seguiría estándolo mientras en su interior residiera un secreto horrible que nadie debía conocer.
Quizá por eso acabó confraternizando con el equipo de baloncesto. Los muchachos del baloncesto eran los “desheredados del amor” -en palabras de Susan Schneider- y no mostraban el menor interés por las chicas. Habían renunciado a su porción de tarta en el paraíso para comerse sus propios pastelitos sentados en un rincón del pabellón de baloncesto. Y golosinas también. Y snacks. Candy empezó a encontrárselos con frecuencia: en clase, en el comedor, en los pasillos, en los recreos, en todas partes. El instituto era pequeño. Y cuando se cruzaba con uno de ellos, se intercambiaban frases amistosas con naturalidad de colegas. Colegas, sí. Porque, al revés de las chicas, aquellos muchachos eran aficionados a la lectura. Como ella. Había un chico, en particular, que leía más que el resto. Mucho más. Con ése, en concreto, acabó traspasando la barrera de los tópicos y, de alguna manera, los caminos de ambos se cruzaron.
Candy lo constató un día cuando, al terminar las clases, ese chico la interceptó en la puerta del instituto. El muchacho le puso un libro en las manos y le dijo por sorpresa. “Para ti”. En cuanto Candy leyó el título, no pudo contener un grito. “¡Juvenilia!”. Era la edición rara de Jane Austen que su librero había buscado por toda América. ¡Y la tenía ahí! ¡En sus manos! “¿Co-cómo…?”, balbuceó Candy. “¿Acerté?”, preguntó el chico, seguro de haberlo hecho. Candy asintió maravillada. El muchacho sonrió. Candy lo abrazó impulsivamente. Luego se separó y sonrió también. El muchacho se llamaba Stephen King. En el instituto le llamaban Stevie.
Stevie King había acertado doblemente porque aquel día era el cumpleaños de Candy. Y nadie lo sabía. Sólo la madre de Candy. Al regresar a casa ese día, Emily esperaba a su hija con una pequeña tarta lleno de velas encendidas. “Quince, ya”, suspiró Emily. Dieron las gracias a Dios por todas las cosas buenas que les concedía a diario, comieron juntas la tarta y, después de besar a su madre, Candy corrió a su habitación a leer aquel regalo inesperado.
“Juvenilia” era un conjunto de relatos que Jane Austen escribió en su juventud, durante seis largos años. Empezó a escribirlos cuando tenía doce, siendo una adolescente, y los terminó cuando era ya una mujercita, a los dieciocho. Los escribió en unos cuadernos que su padre le había regalado. Tras la muerte de la escritora, su familia, que tenía en su poder los manuscritos, decidió publicarlos. No se sabe si Jane hubiese querido que vieran la luz. Sin duda, su obra posterior fue mucho mejor. Pero, leyéndolos ahora, uno podía atisbar el talento que ya atesoraba entonces, un talento que hacía adivinar que se convertiría en una gran escritora.
Stevie King creía tener un tipo de talento parecido. O al menos lo estaba cultivando. Eso pensó Candy cuando, pocos días después, el chico apareció con una vieja libreta escolar llena de relatos escritos de su puño y letra y le preguntó si, por favor, podía leerlos. Era su particular “Juvenilia”, interpretó Candy. Y pensó nuevamente en Jane Austen. Después de que la joven terminara de escribir sus cuadernos adolescentes, su padre los leyó y le dijo: “Tienes mucho talento”. Aquella frase animó a Jane a seguir escribiendo y, a los pocos años, se convirtió en escritora profesional. Candy no iba a truncar la carrera de un futuro escritor. Así que leyó de corrido los relatos de Stevie y le dijo automáticamente: “Tienes mucho talento”.
Eso pareció aliviar al muchacho. Y volvió a Stevie más locuaz. Un día, cuando estaban solos en el recreo, éste confesó a Candy que su gran deseo en la vida era ser escritor. Pero le frenaba su incapacidad para inventar historias. Vaya. Candy no podía ayudarle, no tenía consejos que darle. Porque ella no inventaba historias. Escribía sobre sí misma. “¿Escribes?”, le preguntó Stevie. “Sí…”, respondió Candy, que se estaba volviendo locuaz -también- en compañía de aquel muchacho. Y es que Stevie le inspiraba confianza. Era un chico alto, torpe, más bien tirando a feo y extraordinariamente discreto. Y le fue tomando afecto. Se parecían bastante. Eran dos enamorados de los libros. Candy le confesó que de pequeña tuvo una biblioteca para ella sola, en su pueblo. Una biblioteca enorme. Le contó que pasó las tardes de su infancia leyendo los libros de aquella biblioteca. Y que habría leído todos los libros de la biblioteca de no haber sido por… “¿De no haber sido por…?” (¡fuego!) De no haber sido por… porque descubrió a Jane Austen.
“¿Jane Austen?”, preguntó Stevie. La mejor escritora de novelas femeninas de la Historia. “No la he leído, lo siento”. Él prefería los libros de miedo. “¿De miedo?”, dijo Candy. Libros inquietantes. Stevie admitió que ya sólo leía libros de miedo. Antes leía de todo, pero ya sólo tenía ojos para novelas con crímenes, con peligros sobrenaturales, con matanzas, con cualquier cosa que rompiera la paz de un lugar y lo aterrorizara. “¿Por qué?” Porque, desde que se había hecho mayor, explicó el muchacho, su vida era tranquila y necesitaba sacudirla, encender la chispa que causara un terrible incendio. “¿No te da vida..?”, preguntó Stevie, “¿Pensar que ahora mismo podría irrumpir algo monstruoso?” “¿Dónde?” “Aquí”. Candy no supo qué decir. Interpretó que, en cierto modo, Stevie deseaba regresar a su niñez. Una niñez feliz, al revés que su adolescencia. “Mi vida es tranquila”, repitió con tristeza mirando a Candy. “Dramáticamente tranquila”.
La vida de Candy también era tranquila. Pero ella deseaba la tranquilidad como Stevie deseaba el miedo. “¿Cuál es la vez que has sentido más miedo en tu vida?”, le preguntó un día Stevie. “No sé”, respondió Candy, “¿Y tú?” Stevie pensó un poco. “No te hablaré de mis visitas al otólogo”, dijo, “Porque se alargaron en el tiempo y acabé acostumbrándome. La vez que he sentido un miedo singular, intenso fue…” Siguió pensando. Y sonrió. Mencionó una vez en la que estuvo a punto de ver morir a una chica electrocutada. “Aquello sí fue miedo”. La muchacha era su niñera. Él y su hermano eran pequeños, y su madre la acababa de contratar. La muchacha llegó a casa tiritando de frío y cuando la madre de los niños se hubo marchado, se preparó un baño caliente. A los pequeños les molestó tal confianza y quisieron darle un escarmiento. Cuando la chica estaba en la bañera canturreando, entraron sigilosamente en el baño y conectaron un aparato de radio a la corriente. Luego, tachán, encendieron la radio y, después de desplegar el cable, Stevie lanzó el aparato a su hermano. La chica vio pasar la radio por encima del agua y empezó a gritar. Ellos, a reír. Los hermanos se estuvieron pasando el aparato de radio como si fuera un balón de fútbol hasta que, una de las veces, se escapó de las manos de Stevie y fue directo a la bañera. La chica gritó horrorizada. Stevie, también. Por suerte, su hermano David pudo tirar del cable antes de que el aparato se sumergiera en el agua. Pero eso no evitó que Stevie sintiera la punzada de miedo más atroz de su vida. Sin duda le aterraba la idea de terminar encerrado en un correccional.
Hubo un tiempo en que a Candy también le aterrorizaba la idea de terminar en un correccional. Y a su madre aún más que a ella. “¿Y tú?”, volvió a preguntarle Stevie, “¿Cuándo fue la vez que sentiste más miedo en tu vida?” Candy no tenía respuesta para esa pregunta. “Venga, tienes que decir algo”, insistió Stevie, “Yo te he contado mi historia”. ¿Cuándo he sentido más miedo en mi vida?, pensó Candy, ¿Cuándo he sentido más miedo?… Tenía mucho dónde elegir, pero nada que pudiese contarle a Stevie, porque todos sus episodios de miedo estaban causados por “el Secreto” (“Debes guardar el secreto”, «Debes guardar el secreto»). “La vez que he tenido más miedo…”, dijo, “¡fue cuando granizó en 1950!” Stevie asintió. “¿Lo recuerdas?”, preguntó Candy, “Cómo no voy a recordar la lluvia de piedras“, exclamó Stevie. Todo el mundo en el condado podía decir con exactitud qué estaba haciendo cuando empezaron a “llover piedras”. Fue noticia de ámbito estatal. La comidilla durante muchos meses. Candy le contó a Stevie que su casa fue la más dañada de su pueblo porque estaba en lo alto de una loma. El granizo agujereó el tejado y estropeó dos canalones y un tubo de desagüe. Pasó mucho miedo. Más del que Stevie podía imaginar.
Stevie le reveló que otro gran momento de miedo lo vivió cuando casi aplastaron a Bugs Bunny. Ocurrió un 21 de septiembre de 1952, cuando él tenía cinco años. Bugs Bunny era un pequeño conejo de granja. Stevie recordaba la fecha porque el 21 de septiembre era su cumpleaños y Bugs Bunny fue el regalo de su hermano. Le contó a Candy que en cuanto su hermano le puso a Bugs Bunny en sus brazos, lo acarició cariñosamente y después corrió a montarlo en un cochecito de juguete. Stevie amaba la libertad. Y deseaba que su nuevo amigo fuera libre. “Quise que el conejito recorriera mundo y viviera muchas aventuras”, le explicó a Candy. Así que salió de casa, lo acomodó en el coche y lo lanzó calle abajo. Quince segundos después el cochecito fue atropellado por un camión de alto tonelaje. Stevie lo vio todo. “Fue horroroso”. Casi se desmayó. Milagrosamente el animalito salió despedido tras el impacto y resultó ileso. Pudieron recuperarlo y su madre lo donó a una granja vecina. Nunca supo si vivió muchos años o lo sacrificaron a la semana siguiente, pero lo que sí supo Stevie con seguridad es que no hubiese podido soportar que el animalito muriera bajo las ruedas de aquel camión. “Hubiese preferido morir yo en su lugar”. En el fondo, la cosa que más miedo le daba en el mundo, confesó Stevie, era la muerte de un ser querido. “Te entiendo”, se apresuró a decir Candy. Ella tampoco podía concebir la muerte de su Little Secret. No podía concebir siquiera que sufriera daño. Le contó que tenía un gato. Un gato llamado Church. “Y yo tampoco podría soportar que muriera”. “Pero debes prepararte, Candy”, le dijo Stevie, “Porque algún día morirá… y lo perderás par siempre”. “¿Cómo lo sabes?” Preguntó ella. “¿Cómo sabes que no resucitará?” Stevie sonrió.
Candy pasaba buenos ratos con Stevie en el instituto. Solían verse a escondidas, para no dar pie a habladurías. Y cuando estaban juntos, Candy lo pasaba bien. Pero seguía prefiriendo sus momentos de lectura solitaria. Un año después de su llegada a Lisbon Falls, seguía escabulléndose discretamente en los recreos para irse a leer a un rincón. Y sus compañeras seguían respetando esa rareza porque, a cambio, sabían que Candy siempre estaba a su lado cuando necesitaban ayuda. Ninguna chica escuchaba mejor que Candy. Ni ninguna era tan comprensiva. Candy era una buena amiga. Los consejos de Candy parecían consejos de madre. De esos que conocen el futuro. Y casi siempre le hacían caso. Ella se justificaba diciendo que sólo aplicaba el bagaje que le daban las novelas que leía. Y animaba a las chicas a conocer las novelas por sí mismas. A leer. Pero ahí se escabullían todas. No querían saber nada de libros. Una de ellas llegó a expresarle un reproche. “No leas tú tampoco, Candietta”. Fue Susan Schneider quien se lo dijo. “No es bueno que seas una rata de biblioteca”. “¿Por qué?” “Ya lo sabes”. Susan temía que tanta lectura lastimara la visión de Candy y tuvieran que ponerle gafas. “Y eso sería una catástrofe”. Todo el mundo sabía que las gafas eran el peor enemigo de la belleza. Y Susan quería que Candy luciera hermosa. Y cuando Susan decía hermosa, en realidad, quería decir sexy. Así que la animaba a peinarse a la moda, las uñas, los ojos, los labios, y a rellenarse el sujetador y acortarse el vestido. Si hacía esas cosas, le decía una y otra vez, conseguiría un chico. Y cuando Susan Schneider decía chico, no se refería a los niños del baloncesto, sino a los hombres de pelo en pecho del curso superior. Ella misma acababa de cazar a uno mediante el ritual clásico. Y maniobraba para que el amigo de su chico le propusiera a Candy una cita. “¡Pero para eso tienes que verte bonita, maldita sea!” A veces Susan no entendía a Candy.
A Candy no le interesaban los hombres de pelo en pecho del curso superior. Y si le interesaban los chicos del baloncesto era porque empezaba a considerarlos sus amigos. Nada sexual. También empezaba a considerar amiga a Susan Schneider, y al resto de chicas. Empezaba a sentirse en Lisbon Falls como en su casa, y ya casi nunca pensaba en su anterior instituto. Terminó el curso escolar y empezó uno nuevo. Y al poco llegó el cumpleaños de Stevie. Candy conocía la fecha por la anécdota del conejo Bugs Bunny. Quería felicitarlo como merecía, pero tenía que hacerlo con tacto. En la clase de Candy convivían tres mundos distintos: el mundo de las chicas, el mundo de los chicos y el mundo alternativo del equipo de baloncesto. Y cada mundo tenía sus propias reglas. Correspondía felicitar a Stevie después de que lo hicieran sus amigos del baloncesto, lo contrario sería una intromisión. Cuando terminaran las clases, pensó, le daría un cariñoso abrazo de amiga y le pediría que le mostrara los regalos que le habían hecho Frankie Raguso y compañía. Así Stevie podría presumir de regalos y de amigos. Es porque Candy tenía esta idea en la cabeza que se quedó helada cuando, al final de la jornada, vio salir a Stevie con el andar aburrido de siempre, solo, y sin ningún regalo en las manos. Fue a preguntar a Susan por el cumpleaños de Stevie. “¿Stevie? ¿Stevie King tiene cumpleaños?” En mayo, cuando Susan cumplió años, la clase entera se llenó de globos y Joe Lawford -el guapo oficial del curso- le cantó el “Happy birthday” con una peluca de Marilyn Monroe. Pero Susan era popular y Stevie no. Y sin duda, Stevie no hubiese querido una exhibición parecida en su honor. Pero seguro que hubiese esperado al menos que sus amigos se hubiesen acordado de la fecha. Pobre Stevie, debía de estar tan triste… Candy regresó a su casa y se tumbó en la cama. No le apetecía hacer los deberes, ni tampoco leer, ni escribir en su cuaderno. No podía quitarse de la mente a Stevie. ¿Había algo que pudiera hacer por él? Cerró el cuaderno y tomó a su gatito en brazos. “Dime, Little Secret, ¿qué hago?, ¿qué puedo hacer?” ¿Qué haría Jane Austen en una situación parecida?
Candy apartó el cuaderno y apoyó la cabeza en la almohada. El cuaderno cayó al suelo y, al ir a recogerlo, visualizó una idea. ¡Claro! Dejó a Little Secret en su camita de almohadas y gritó a todo pulmón: “¡Mamá, ahora vuelvo!”
Caminó las seis millas que separaban su casa de Lisbon Falls. Cuando llegó al pueblo vecino, ya había oscurecido. Preguntó por la casa de Stevie y le indicaron dónde vivía. Llamó al timbre de la puerta y esperó a que abrieran. Mientras lo hacía, miró a su alrededor. Nunca había estado en aquel barrio. Nunca había estado en ningún barrio de Lisbon Falls que no fuera el del instituto. Pensó de nuevo en Jane Austen. El día que el padre de Jane leyó por primera vez Juvenilia y le dijo a su hija “Tienes mucho talento”, le entregó a continuación un regalo que tenía reservado para cuando llegara un momento como aquel: una escribanía de madera, acompañada de una tarjeta en la que expresaba su deseo de que siguiera escribiendo. Después de leer las palabras de su padre, Jane tomó el pequeño escritorio portátil como si fuera un tesoro. Tenía plumillas, tintero y hasta cajones para guardar el papel. Lo llevó a su habitación y lo colocó en un lugar preferente. Ocupó un lugar preferente el resto de su vida, porque en esa escribanía, Jane Austen alumbró las novelas que luego la hicieron mundialmente famosa.
Se abrió la puerta. Era Stevie. El muchacho no pudo ocultar una expresión de sorpresa. Candy le entregó un regalo y le dio un abrazo: “Felicidades, Stevie”. El chico sonrió. Después de retirar el papel que envolvía el regalo, quedó en sus manos un hermoso cuaderno de piel, con cientos de páginas en blanco. En su interior había una tarjeta con una sola palabra: “Continúa”.
Stevie miró a Candy. Y después de unos instantes de balbuceo, dijo: “Gra-gracias”.
A Candy le pareció que Stevie continuaba en la puerta cuando ella ya se había alejado bastantes yardas de su casa. Se marchaba contenta de Lisbon Falls. Desgraciadamente, eso iba a suceder pocas veces más. Unos meses después, en la siguiente primavera, se desató un cuarto brote. El peor de todos. El brote que iba a convertir a Candy en una paria de por vida.
La desgracia ocurrió el viernes 26 de abril de 1963, cuatro semanas antes del baile de graduación. Y tuvo lugar en el laboratorio del instituto. Aquel día, Candy y sus compañeros habían sido citados para hacer su primera disección con bisturí. Iban a abrir un vegetal para inspeccionar su interior e identificar las partes vitales. Hasta el momento, habían estudiado las intimidades de los vegetales mediante libros de texto y dibujos que el profesor garabateaba en la pizarra. Aquella mañana, por fin, iban a poder tocar la materia de estudio con sus propias manos. Y olerla. Y experimentar con ella. “Un vegetal vivo no es como el de las páginas de un libro”, solía decir el profesor. “Un vegetal vivo desprende vida”. Y aquel día iban a recibir una lección de vida.
El laboratorio estaba a pie de calle, en la planta baja de un pabellón de tres pisos, dentro del complejo del Lisbon Falls High School. Compartía edificio con el comedor, la copistería y algunos servicios más del instituto. Una de las paredes del laboratorio tenía una larga hilera de ventanas por la que entraba luz natural, y daba a un gran jardín de césped. Las demás paredes del laboratorio no tenían ventanas y estaban cubiertas por unos azulejos blancos parecidos a los de las duchas, a los de los hospitales. Por esto lo llamaban coloquialmente el «quirófano”. El «quirófano» contaba con los instrumentos propios de un laboratorio de secundaria -tubos de ensayo, probetas, microscopios, hornillos de gas- y, a pesar de que empezaba a caer en desuso, seguía siendo una de las instalaciones emblemáticas del instituto.
A las nueve de la mañana, los muchachos aguardaban impacientes la llegada del profesor, sentados en altos taburetes dispuestos frente a largas mesas de trabajo. Mientras esperaban, algunos de ellos empezaron a especular acerca del tipo de vegetal que les tocaría ese año. En cursos anteriores, antiguos alumnos habían diseccionado ficus, ortigas, cactus de resina, yucas, incluso droseras, un tipo de planta carnívora, que se dijo había llegado a morder a una alumna. “Hoy serán caléndulas”, vaticinó Frankie Raguso. “No serán caléndulas. Serán aloe veras”, le corrigió Susan Schneider. “Serán girasoles”, aventuró Joe Lawford, el chico que cantó Happy Birthday con peluca de Marilyn Monroe. “No será nada de eso”, resolvió el profesor, que asomó en ese instante por la puerta. “Serán cobayas”. Se hizo el silencio. Todos se volvieron hacia la entrada del laboratorio. Y allí estaba el profesor, con una gran jaula llena de ratoncitos blancos, como un Santa Claus recién descendido por la chimenea. El laboratorio estalló en aplausos.
Una ayudante del profesor trajo un montón de pequeñas jaulas vacías y las repartió entre los alumnos. Entregó una servilleta a cada uno y desapareció. El profesor empezó a introducir cobayas en las jaulas. Mientras lo hacía, felicitó a la clase por el alto nivel de compromiso que había mostrado durante el curso. En agradecimiento por tal implicación, la comisión educativa del centro había decidido ese año, excepcionalmente, ofrecer a esa clase una disección digna de grados universitarios. “Que yo recuerde”, dijo elprofesor, “No se han diseccionado animales en este instituto desde 1949, y en aquella ocasión fueron lombrices”. Candy miró horrorizada a su alrededor. A juzgar por las caras que veía, sus compañeros estaban encantados. Y ella no podía entenderlo. ¿En qué estaban pensando? Tenían ante sí a un ser vivo. A un animal que parecía una mascota. A un animal que bien podría haber sido la mascota de cualquiera de ellos si su madre se la hubiera regalado. El profesor terminó de repartir las cobayas y explicó la forma de proceder: “Van a empapar ustedes una bola de algodón con este líquido”, indicó, “Y la introducirán luego en la jaula”. Los alumnos tomaron el algodón y lo mojaron. “Cuando el algodón esté dentro”, continuó, “Cubrirán la jaula con la servilleta y esperarán unos minutos a que el narcótico surta efecto”. Candy permanecía inmóvil, con el algodón en la mano todavía sin mojar. No sabía qué hacer.
“¿Le ocurre algo, señor King?”, preguntó el profesor. La clase entera se volvió hacia Stevie. El pobre estaba también inmóvil, con el algodón en la mano, sin saber qué hacer. Stevie bajó la mirada y negó con la cabeza, abrumado: “N… no”. Tomó el bote del líquido y ejecutó la operación a toda prisa.
Candy se resistía a hacer lo mismo. Pero el siguiente señalado iba a ser ella si no seguía las instrucciones. Así que no tuvo más remedio que mojar el algodón en aquel líquido extraño e introducirlo en la jaula. Luego cubrió la jaula aprisa para no ver sufrir a la cobaya y aguardó como todos. Transcurridos unos minutos, el profesor dijo: “Ya pueden destapar la jaula”. Candy apretó los dientes y retiró la servilleta. Esperaba encontrar una cobaya agonizante en medio de un turbio charco de vómitos y excrementos. Pero, en lugar de eso, vio un ratoncito durmiendo plácidamente la siesta. Y no supo si eso era mejor o peor. “Ya pueden sacar la cobaya de la jaula”. Candy tomó la suya, la dejó sobre la mesa, como hacían los demás, y esperó a escuchar la instrucción fatal. “Ahora tomen el bisturí y efectúen una incisión longitudinal, como habrían hecho en el tronco de un vegetal”. Los vegetales no duermen como bebés, quiso protestar Candy, pero permaneció callada y tomó el bisturí. Estaba frío. Pesaba. El profesor empezó a caminar por entre las mesas mirando a los alumnos. Candy bajó la vista cuando éste pasó por su lado. Y observó fijamente a su cobaya. El animalito continuaba durmiendo. Parecía que sonreía por debajo de sus largos y blancos bigotes. Y empezó a sentir calor. “No puedo”, pensó. Oyó que los pasos del profesor se alejaban de su mesa. Y buscó con la mirada la complicidad de Stevie. Pero Stevie estaba demasiado ocupado mirando el filo del bisturí con cara de espanto. Los pasos del profesor se escuchaban con eco. Las risas y los comentarios habían desaparecido por completo. Para sorpresa y alegría de Candy, parecía que ningún alumno de la clase se atrevía a efectuar la incisión y, en lugar de aplicarse a la tarea, todos tenían la mirada fija en su correspondiente animalito. “Es normal”, señaló el profesor. “Están sintiendo escrúpulos, pero en cuanto hagan la primera incisión verán que desaparecen como por arte de magia”. Aquellos alumnos debían de ser especialmente escrupuloso porque nadie movió un dedo a pesar del comentario animoso del profesor. “Hagan el favor”, insistió éste. “Imaginen que es un vegetal”. Alguno pareció desenfocar la vista pero era imposible ver una planta donde había un ratoncito. El profesor se empezó a impacientar. Sus pasos eran cada vez más cortos. Y secos. “Haremos una cosa”, dijo. Y se detuvo. Miró a toda la clase y, a continuación, propuso: “Lo hará solamente uno de ustedes. El resto, mirará”. Los bisturís volvieron a las mesas con alivio. “Pero no me malinterpreten, señores: después lo harán los demás. Bueno…” El profesor empezó a caminar de nuevo. “¿Quién se ofrece para servir de ejemplo a sus compañeros?”, preguntó mientras miraba por la ventana. No hubo respuesta. Nadie quería servir de ejemplo para sus compañeros. “El voluntario tendrá un punto positivo”. Nadie dijo nada. Ninguno parecía necesitar un punto positivo. “Si no aparece un voluntario, tendrá que salir por sorteo”.
Cinco minutos después, los alumnos estaban escribiendo su nombre en un pedacito de papel. Cuando terminaron, doblaron el papel y lo metieron, uno a uno, en una jaula que había en la mesa del profesor. “¿Una mano inocente?”, preguntó éste cuando todos los papelitos estuvieron dentro. Susan Schneider levantó la suya. El profesor la llamó a su mesa. Susan introdujo la mano en la jaula y empezó a remover los papelitos lentamente. Podía saborearse la tensión en el aire blanquecino del laboratorio. Cuando extrajo uno de los papelitos y vio el nombre, se le torció la expresión. “Candy Brown”, dijo casi sin voz. Candy sintió un golpe de calor en la cara. “Candietta, lo siento”, le susurró Susan cuando regresó a su lado. Por indicación del profesor, los alumnos dejaron sus lugares y se arremolinaron en torno a la mesa de Candy. Parecía que de repente ella fuera la profesora. La respiración de Candy se empezó a acelerar. “Cuando quiera, señorita Brown”, le indicó el profesor. Candy tomó el bisturí. Ya no estaba frío, estaba templado. Lo acercó a la cobaya, pero se detuvo antes de tocarla. “No puedo”, pensó para sí misma. No puedo. “Señorita Brown”, oyó decir al profesor, “Como si fuera el tronco de un vegetal”. Candy miró al profesor. “¡No puedo!”, gritó en su interior. Volvió la vista a la mesa. El calor era sofocante. El bisturí empezaba a quemar. Sentía la mirada de sus compañeros empujando su mano. Y veía cómo su mano se acercaba peligrosamente a la víctima. No puedo. “Yo podría ser tu Little Secret”, pareció decirle el ratoncito. No puedo, no puedo. Escuchaba susurros a su alrededor. “Señorita Brown, es para hoy”. No puedo, no puedo. “Señorita Brown…” “¡¡No puedo!!”, gritó Candy a todo pulmón.
La clase se quedó muda. “¿Cómo que no puede?”, preguntó el profesor, tras mirarla unos instantes asombrado. “No puedo”, repitió Candy. Entonces el profesor sorprendió a todos adoptando un tono conciliador: “La entiendo”. Y empezó a caminar de nuevo. “La entiendo, sí, la entiendo”, dijo mientras se alejaba de la mesa de Candy. “No debió salir su nombre. Es eso. ¿Verdad, señorita Brown?” Candy no respondió a la pregunta. “Podríamos hacer otro sorteo”, continuó el profesor. “La señorita Schnaider podría extraer un nuevo papel, y tendríamos un nuevo nombre.” Y se volvió para mirar a Candy. “Solucionado, ¿verdad?”. Candy no dijo nada. “Pero claro”, continuó caminando el profesor. “Esa otra persona podría negarse”. Y detuvo sus pasos. “Porque, por supuesto, tendría el mismo derecho que usted para hacerlo, ¿verdad?” De no haber clavado la mirada en Candy, el profesor habría podido ver cómo el resto de alumnos decían “sí” con la mirada. “Y si el siguiente también se negara, y el siguiente, y el siguiente”, siguió el profesor, “Nos quedaríamos sin disección. Y eso no puede ocurrir”, lamentó. “Porque este instituto”, dijo dirigiéndose ahora a la clase en conjunto, ”Ha hecho un generoso esfuerzo para que ustedes tengan hoy una disección como ésta. ¿Entienden?” Los alumnos asentían abiertamente con la mirada. “Así que, Señorita Brown, por favor…”, señaló la cobaya con el dedo, “Empiece”.
“No puedo”, repitió Candy. El profesor iba a replicarle, cuando Susan Schneider arrebató el bisturí a Candy y lo hundió en el cuerpo de la cobaya con tanta fuerza que la sangre salpicó en todas direcciones.
Todos miraron a Susan atónitos. Ésta dejó el bisturí en la mesa. Miró a sus compañeros. Y se encogió de hombros, como diciendo “Lo siento”, o “Es mi amiga”, o “Dejad de mirarme, maldita sea”… “Gracias, señorita Schneider”, dijo el profesor. “Ahora vuelvan todos a sus sitios y hagan lo mismo que ha hecho la señorita Schneider… pero con más delicadeza”.
El corro se deshizo y Candy se quedó sola con su cobaya asesinada. Notó algo parecido a una lágrima descendiendo por su mejilla. Pero no lloraba. Se llevó un dedo a la cara y lo miró. Era sangre de cobaya. Una sangre roja como aquella que bajó por sus piernas en las duchas en su antiguo instituto, caliente como aquella que brotó de sus manos en su vieja biblioteca, densa como aquella que empañó sus ojos el día que llovieron piedras sobre su casa. Y sintió como si aquella sangre volviera a correr -por sus piernas, por sus manos, por su cara-, y llenara el aire de un hedor nauseabundo (“Hagan lo mismo que ha hecho la señorita Schneider”) y despertara a una bestia que estaba hambrienta de dolor (“Hagan lo mismo que ha hecho la señorita Schneider”) entregando a aquellos hijos descarriados del Señor a un clímax final de horror y muerte. (“Hagan lo mismo que ha hecho la señorita Schneider”). Cuando los bisturís de la clase de Candy Brown penetraron los cuerpecitos indefensos de las tiernas cobayas, un grito irrumpió imparable en el aire del laboratorio. Un grito chirriante, áspero, prolongado, cálido, devastador. Ardieron a su paso las servilletas. Estallaron los botes de alcohol. Prendieron las mesas. Los alumnos y el profesor saltaron como pudieron por la ventana para huir de aquella Sodoma. Escaparon todos menos Candy, que permaneció en el laboratorio tratando de salvar a las cobayas. Pero el mal se había liberado y nada podía detenerlo. Estallaron las bombonas de los hornillos y el techo del laboratorio se vino abajo. Eso sucedió un instante después de que Stevie arrastrara a Candy afuera. Cuando las llamas alcanzaron el tercer piso, todo el mundo estaba a salvo en el césped. Y Candy y Stevie, camino del hospital.
Ingresaron ambos en el Central Maine Medical Center de Lewiston con afectación en las vías respiratorias causadas por la inhalación de humos. No presentaron un cuadro clínico grave, pero debieron quedarse en observación. Stevie recibió el alta a los tres días. Candy permaneció en el hospital dos semanas más. Cuando por fin pudo abandonarlo, no le permitieron volver al instituto. La habían expulsado. Se lo comunicó un funcionario público en cuanto regresó a su casa. No iba a poder hacer los exámenes finales, por lo que debería repetir curso al año siguiente. Y no lo haría en Lisbon Falls, porque la expulsión era irrevocable. Se le buscaría un nuevo centro educativo donde cursaría lo que le quedaba de enseñanza secundaria. El funcionario que comunicó esta noticia a Candy hizo hincapié en una información confidencial “pero muy importante”: La investigación policial estuvo cerca de imputarle cargos penales por el incendio. Abandonaron esa vía a cambio de que ingresara en un centro educativo llamémosle ‘especial’. ¿Y Stevie? ¿Cómo estaba Stevie? ¿Qué iba a ser de él? El alumno Stephen Edwin King estaba bien. Sus compañeros y profesor le hicieron un sencillo reconocimiento por la actitud heroica mostrada durante el incendio. Actualmente estaba inmerso en los exámenes de fin de curso, como los demás. Y no podía ser molestado. Y aquí, el funcionario público, resaltó una segunda información importante: No podría establecer contacto con el señor King ni con ningún otro alumno del instituto. “Si no quiere correr que se reabra el caso”. La mirada del funcionario era amenazante. «¿Entiende lo que quiero decir?» La etapa de Candy Brown en Lisbon Falls había terminado.
Eso sucedió a principios de mayo. Las autoridades académicas informarían a Candy del instituto en que debería ingresar en septiembre. Llegó el verano sin que Candy supiera cuál era el instituto. Pasó el verano y no había recibido noticias. Empezó un nuevo curso escolar y Candy tuvo que quedarse en casa porque no tenía dónde empezarlo. “Todavía no hay una resolución”, le decían cada vez que llamaba preguntando, “La llamaremos nosotros”. Y esperó esa llamada hasta los límites de la paciencia. Llegó el 21 de septiembre y pensó fugazmente en Stevie, porque era su cumpleaños. Y en ese preciso instante sonó el teléfono. Era la Comisión Educativa del Condado. “Señorita Brown, ya le ha sido asignado un instituto”. Era el Lincoln School de Portland. Un internado famoso por albergar a los alumnos más conflictivos de Maine, y eso incluía a muchachos procedentes de reformatorios de todo el Estado. Ingresaría como interna. Candy iba a abandonar su casa para no volver jamás.
Quizá te gustará saber que existe una obra de teatro que traslada a escena los hechos más relevantes de este libro. Se titula: SUPERPODER.
SUPERPODER es una obra teatral que muestra, en clave de comedia, la etapa más decisiva de la vida de Candy Brown: su matrimonio. La explosiva unión de Candy Brown con Jake Wallace derivó en unos hechos catastróficos que quizá pudieron llevar a Stephen King a escribir su obra literaria más influyente: «El resplandor». O quizá no.
Puedes leerla aquí.