dramaturgo y guionista
El cortometraje, titulado “Lava” que acompaña a la proyección del último éxito de taquilla de Pixar, «Inside Out» (“Del revés», en España, «Intensa-mente» en hispanoamérica), sirve, entre otras cosas, para que la empresa Disney muestre al público que, hoy en día, ya es técnicamente posible crear digitalmente, con absoluta perfección y realismo, fenómenos naturales tan complejos como las nubes, el humo de explosiones o el mar. Con este último logro, que hasta ahora se resistía, parece que ya se puede crear en pantalla cualquier réplica imaginable de la realidad, sin que se note que está hecha digitalmente.
Esta tecnología todavía es cara y muy trabajosa. Pero si pensamos en la manera en que suelen evolucionar este tipo de cosas, lo más probable es que, con el tiempo, estas herramientas sean cada vez más baratas y manejables. Esto lleva a suponer –y ahora sí voy aventurar un poco- que en un futuro, quizá un poco lejano, será posible que una sola persona, desde su casa, pueda llegar a elaborar y terminar una película completa: una película de apariencia real. Sin la ayuda de nadie.
Las implicaciones que tiene esto son muchas. De entrada, creo que no desaparecerán necesariamente las producciones “analógicas”, filmadas a la manera de siempre, con actores reales, operadores de cámara, de sonido, etc. Pero sí tendrán que afinar mucho a la hora de satisfacer los gustos del público, ya que se van a encontrar con una competencia amplísima y desacomplejada, tal como ya viene sucediendo en el mundo de la novela desde que es posible la auto-publicación digital por internet. En cualquier caso, quien seguro que va a ganar con el cambio es el público porque la competencia aumenta.
¿Y qué ocurrirá con el teatro? Parece que, hasta la fecha, en el teatro, los avances tecnológicos están sirviendo básicamente para que pueda haber en escena mejores efectos con menos costes. Pero no se vislumbra ninguna revolución digital que lo ponga todo patas arriba. Así que, mientras el teatro sea un arte escénico en el que unos actores reales –de carne y hueso- actúan en directo para un público, la clase de transformación que está viviendo la novela ahora y que vivirá el cine en el futuro, difícilmente se va a producir.
Esto tiene aspectos buenos y aspectos malos, en mi opinión. Mientras la novela y el cine van a verse sometidos permanentemente a una lucha brutal por llegar al público (y también la música y la televisión, por los mismos motivos) que repercutirá indudablemente en la calidad de los productos ofrecidos (y en la mejor adecuación de los productos a los distintos tipos de públicos demandantes), el teatro seguirá con las mismas reglas de siempre. Con ese encanto de lo humano, lo directo, lo inmediato, lo vivido.
A pesar de que esto parezca garantizar los puestos de trabajo de mucha gente dedicada al teatro, creo que, el hecho de no sufrir una revolución digital, puede dejar al teatro en una posición de desventaja. Porque, a menos que un espectador desee específicamente saborear esas señas distintivas que sólo puede ofrecer el teatro –las propias de un espectáculo en vivo-, los otros medios van a ser una fuerte competencia. Porque el tiempo que una persona puede dedicar al ocio es limitado y siempre acabará decantándose por aquellos entretenimientos que le proporcionen más satisfacción, sin que importe el medio al que pertenecen.
Así que haremos bien en no dormirnos aquellos que, de una u otra manera, trabajamos en teatro. Conviene que desarrollemos nuevas fórmulas que nos hagan más competitivos respecto al cine y la televisión, y conviene, sobre todo, que mejoremos la calidad intrínseca de nuestros trabajos enfoncándonos en nuestro destinatario último: el espectador. Una obra de teatro no compite con otra obra de teatro; una obra de teatro compite con toda la oferta de entretenimiento circundante. Y esa oferta es cada vez más abundante y más específica.